Crítica al proyecto esotérico en La Insignia de Julio Ramón Ribeyro



Autor: Gonzalo Valdivia Dávila


Julio Ramón Ribeyro (1929-1994) es un escritor representante del realismo urbano en la narrativa peruana de la generación de 1950 junto a Carlos Eduardo Zavaleta, Enrique Congrais Martín, Manuel Scorza, entre otros. Ribeyro destacó en el cuento, fue muy crítico de las fisuras entre las clases sociales y los proyectos de movilidad social de gente que termina en el fracaso o si no en la insatisfacción personal. Uno de estos cuentos es la Insignia (1952), trata de un hombre que encuentra la insignia de una sociedad esotérica, la usa y comienza a encontrarse con miembros de esa organización, al cabo de diez años asciende a presidente pero el desconoce el sentido de la misma y cree que las rayas rojas que pinta en sus conferencias deben contener la respuesta. Este relato aparece por primera vez en el libro de Ribeyro Cuentos de circunstancias (1958) y posteriormente es recopilado en su obra completa titulada La palabra del mudo, editada en cuatro volúmenes, de 1973 a 1992.

Es bien sabido que las sectas esotéricas han buscado adeptos por todo el mundo, ofreciendo conocimientos secretos que vagamente pueden explicar, adiestran a sus adeptos en sus principios místicos, pero siempre controlando el avance y el acceso a libros de la organización según grados en los que promueven a sus miembros. Además estas sociedades proclaman querer cambiar la sociedad de una manera burda y ambigua, sin delimitar sus proyectos, fines ni métodos, piden total sumisión y en muchos casos ceder todo o gran porcentaje de las rentas de sus acólitos para la organización.



La organización demuestra su rango internacional: El cuento sucede en Lima, Perú, pero la secta tiene conexiones con otras similares en distintos países. El librero Martín que hace conocer la organización al narrador, por verlo usar la insignia, le habla del reciente asesinato en Praga de Feifer, un miembro destacado, luego de tres años ya habiendo recibido el primer grado al año, el narrador es enviado por toda América a distintas locaciones de su organización. Parte del progreso ofrecido por estas sociedades a sus adeptos es el ofrecimiento de viajes pagados por los jefes y directivos para cumplir misiones que redundan en su promoción en los grados de la secta. La renta del narrador cuando llega a presidente alcanza los 5000 dólares, cifra significativa para la época del relato y además es una moneda internacional por su poder adquisitivo. El objetivo de la secta es captar adeptos por todas partes sin especificar la calidad del conocimiento ofrecido, con el fin de obtener rentas de los aportes de los miembros, sin embargo la cúpula de esta organización podrá asignar rentas a miembros antiguos que considera útiles para ganar dinero y asegurar el crecimiento de su organización.

Los encargos insólitos de la secta: Para las sectas esotéricas es vital mantener una aureola de ocultismo que llame la atención de sus adeptos y los motive a continuar en ella. El narrador realiza encargos sin sentido como conseguir papagayos, copiar números telefónicos, adiestrar a un mono, estas tareas extrañas mantienen el velo de misterio en sus encargados por su rareza, la secta sustituye la entrega de un conocimiento sólido por símbolos que guardan apariencia de exotismo. Además tuvo que espiar a mujeres que luego desaparecen sin dejar rastro. La secta como la mafia regula el avance de sus miembros, las mujeres desaparecidas son las que han acumulado información vital de los jerarcas de la secta en relaciones de alcoba y son peligrosas para la seguridad de la organización. Estas sectas influyen en la mente de gente que cree que accederá a ese conocimiento secreto algún día y que cree asimilarlo por la exposición de imágenes, símbolos y lecturas superficiales de carácter seudo científico y carentes de rigor académico. El último encargo del narrador fue fabricar una gruesa de bigotes postizos; esto representa el afán de esconder la identidad de los jerarcas de la secta y su preocupación por no ser identificados en público. Las sectas tienen proyectos que proponen ejecutar en una agenda incierta, como en la realidad estos objetivos exceden las fuerzas de su organización, los altos mandos prefieren mantenerse en la clandestinidad para no ser criticados por su falta de logros en cuanto al cambio de la sociedad, en el que de llegar según sus designios les conferiría una posición de liderazgo y poder que equivaldría al control del Estado.

El silencio sobre la insignia: Este cuento solo dice que la insignia de la secta es de plata y que posee signos incomprensibles, no nos informa sobre su forma ni diseño, eso la hace arquetípica de cualquier organización esotérica, su importancia es sólo para su agrupación, todos lo miembros de la secta la llevan, tampoco se habla si esta secta se encuentra en competencia con otras de su misma clase o si de lo contrario establecen nexos entre los distintos jerarcas de estas organizaciones para colaborar en su proyecto a largo plazo de toma de poder de la sociedad. La insignia se propaga por el narrador al establecer nuevas filiales en el continente, el mismo se siente desconcertado del progreso de su secta y sigue sin comprender el significado del conocimiento de la misma. Todo parece ser superficial por el silencio, el narrador como colaborador trabaja con energía pero solo dejándose llevar por la voluntad de sus superiores.

Conclusión: El esoterismo puede inducir a una persona a colaborar en sectas y organizaciones pero no llega a convencer plenamente a sus adeptos del valor del conocimiento que dicen impartir. Las sectas proveen una atmósfera de extrañeza y ocultismo que sirve para enganchar a los adeptos y evitar su deserción pero que no justifica su razón de ser. Esta falta de fundamento intelectual o científico en la secta produce el desencanto del narrador de este cuento, quien se deja dirigir y comparte actividades por una energía que no puede explicar. Estas sectas son criticadas porque lo único que hacen es explotar la credibilidad de sus adeptos para crecer y sustentarse. El misterio sobre su origen y sus conocimientos sirve para ocultar la banalidad de los mismos, porque en el fondo no hay nada edificante ni sustancial que pueda provenir de ellos.


Habla el hijo de Ribeyro (Entrevista al hijo de JRR)



Hacer click en la imagen o en este link para leer la entrevista a pantalla completa o descargarla.

Fuente original: http://elcomercio.pe/


"Habla el hijo de Ribeyro". Entrevista publicada en el suplemento El Dominical del periódico El Comercio - Lima - Perú 26/09/10/



Revista Kcreatinn N° 6 - Especial: Julio Ramón Ribeyro


Revista Kcreatinn N° 6 - Especial: Julio Ramón Ribeyro

Revista Kcreatinn N° 6 - Especial: Julio Ramón Ribeyro

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Revista Kcreatinn N° 6, aborda una miscelánea creativa a la vez que rinde homenaje a un escritor de culto; uno de los cuentistas más célebres de todos los tiempos: Julio Ramón Ribeyro (Lima, 31 de agosto de 1929 - Lima, 4 de diciembre de 1994) Dejamos la brevedad del legajo en vuestras manos; la miel de los derrotados en el paladar de lectores exquisitos.

Afectuosamente
,






Jack Farfán Cedrón
Director Kcreatinn





Ribeyro: en las sombras del lector [Giancarlo Stagnaro]

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Fuente: El Hablador


Así como en el amor, las primeras impresiones son las que cuentan. Quizás esta intuición de vagas reminiscencias pascalianas ayude a rememorar la tremenda impresión que me causó la escena final de “Los gallinazos sin plumas”, aquel cuento de Julio Ramón Ribeyro que se encontraba sumergido en las páginas de los manuales de Escuela Nueva, a finales de la ya lejana década de 1980. El cuadro en que Efraín y Enrique se deshacen de su abusivo abuelo, a quien lo dejan a merced del porcino Pascual en el chiquero de su casa, resulta tan conmovedor a los once o doce años de edad, de una fuerza remarcable, sólo comparable con la escena más descarnada de La strada de Fellini; y aún hoy, releyendo el cuento, se proyecta la imagen de la ciudad como una bestia inclemente, impertérrita al sufrimiento humano. No en vano Ribeyro escribe este cuento en pleno auge del neorrealismo italiano, pero esto lo supe muchos años después.

Los siguientes textos fueron “La insignia” y “Doblaje”, a los que leí, si la memoria no es infiel, en una edición de Populibros, aquélla de papel periódico y letra imprenta enorme, con los títulos en mayúscula. En esa época, me deleitaba con El péndulo de Foucault, quizás la novela más baja en la bibliografía de Umberto Eco, pero cautivante por sus múltiples alusiones a los templarios, la tradición hermética occidental y toda la parafernalia de las sociedades secretas. Era inevitable el gancho con “La insignia”, sobre la vida de un hombre anodino que de un momento a otro, por la sola posesión de una insignia aparentemente inane, ve trastocada su vida, sin conocer plenamente el significado concreto del cambio, a manos de una cofradía que usaba dicho emblema como medio de reconocimiento de sus miembros. Con un tono abiertamente paródico, seguramente Ribeyro se estaba mofando de nuestros rituales modernos, tan acostumbrados a dotar de contenido a casi cualquier cosa.

“Doblaje” también resultó una experiencia perturbadora. Es el motivo del doble, tan repetitivo (lo volví a encontrar en “Los ojos de Lina”, de Clemente Palma, y llevado a su máxima expresión por Cortázar en “Axolotl” o “La noche boca arriba”), pero a la vez tan fructífero para cualquier narrador. Este relato corresponde la etapa fantástica de Ribeyro, a la que también pertenece “Por las azoteas”, y una de las más logradas de toda su producción cuentística. Si se hiciera una encuesta ahora acerca de la mejor etapa en la narrativa de Ribeyro, sin dudarlo me quedaría con estos años de escritura, porque son los más frescos, los más pulidos y los menos ornamentales, donde un negro sentido del humor fluye con suma espontaneidad.

Es cierto que con los estudios universitarios se deja momentáneamente a un lado el mero discurrir de la lectura para descubrir con una mayor concentración las fugas de sentido, las interacciones, las proliferaciones y las categorías teóricas en los textos. Narrador en primera persona, tercera, narratario, focalizaciones, diégesis… todos esos términos eran caros al segundo ciclo de Letras. Así también lo fue “Alienación”, uno de los más valiosos textos que mis compañeros universitarios y yo leímos en la clase de prácticas del curso de Literatura de Estudios Generales. El “cuento edificante seguido de breve colofón” condensa ejemplarmente los talentos narrativos de Ribeyro y a él he vuelto una y otra vez, por las intensas cavilaciones que produce y porque con los años y las lecturas la mirada se afina, con el propósito que el tímido e incauto lector puede convertirse en un hábil forjador de algunas hipótesis (todas enteramente discutibles). El asunto aquí es delimitar, en el caso de Bob López y Queca, algunos rasgos que los hacen memorables como personajes arquetípicos.

No es mi intención operar a la manera de algunas lecturas sociológicas que se han hecho del cuento, que concluyen con el consabido estribillo de una sociedad peruana jerarquizada, etcétera. Esa no es, en mi opinión, una conclusión valedera, debido a que repite una tautología presente en el relato: la notoria división de castas, que se hace patente en la mueca de desprecio que le dedica la mestiza Queca al zambo Roberto López.

Para intentar esclarecer mi punto de vista, primero hay que hacer algunas salvedades preliminares. Ribeyro era un apasionado lector de Stendhal, Flaubert y Maupassant. En 1956, el narrador escribe el artículo “Gustav Flaubert y el bovarismo” (aparecido por primera vez en el diario El Comercio e incluido en La caza sutil), término acuñado por el francés Jules de Galtier para explicar los volátiles estados de ánimo de Emma Bovary, causados por ese irrefrenable apego a las lecturas de los libros románticos que tanto furor produjeron a mediados del siglo XIX y que la divorciaron completamente de un sentido cabal de la realidad. Emma Bovary no tenía los pies puestos sobre la tierra a causa del bovarismo, una enfermedad irremediablemente moderna.

Otro crítico francés contemporáneo, René Girard, autor de Mentira romántica y verdad novelesca, sostiene que la noción de De Galtier, si bien es suficiente, explica sólo un estadio del desarrollo de la novela. Por eso —sostiene Girard— Madame Bovary se parece tanto a El Quijote: tanto Alonso Quijano como la campesina normanda imitan los deseos de personajes ajenos a la acción novelesca: en el caso del Quijote, de Amadís de Gaula; en el de Emma, de las heroínas románticas que viajaban a países exóticos para realizar sus ideales amorosos. Mientras más cerca del protagonista se halle el mediador, mayores distorsiones sufre el primero.

Precisamente, con la abolición de privilegios nobiliarios y religiosos surgidos al calor de las revoluciones modernas, la distancia entre los hombres se acorta. Aparecen los sentimientos que Stendhal, tan adelantado a su tiempo, calificó de modernos: “la envidia, los celos, el odio impotente”. Ahora imaginemos que el mediador se halle dentro de la acción novelesca, que sea un personaje más en la trama y que posea el objeto que el protagonista ansía: así se completan los tres ángulos del deseo. La sensación de asfixia psicológica aumenta. Los héroes ven lejanos los atisbos de un final feliz. De ahí surge la conciencia oculta, casi subterránea, resentida, que impregna a un Raskónikov, un Kirilov o a los tragicómicos caracteres proustianos. La literatura del absurdo sería el siguiente paso en la revelación del deseo triangular.

Esta secuencia se repite en los novelistas contemporáneos no por una cuestión de tradición, sino que se halla a flor de piel, en las capas más altas y más bajas de nuestras sociedades contemporáneas. Ocurre todos los días, irrevocablemente. En la calle, en los avisos publicitarios e incluso en los productos de la denominada cultura popular (como en las telenovelas mexicanas, brasileñas o venezolanas) se puede apreciar este esquema. Son los signos que definen nuestros tiempos.

Boby López padece un fuerte ataque compulsivo de bovarismo. Después de copiar al novio gringo de Queca (“o Mulligan o nada”) y luego a Alan Ladd —ambos fuera del campo de acción de López— lo que más anhela desesperada, casi metafísicamente, es la piel de sus contrincantes. Así, con el pelo planchado, la cara talqueada y su inglés masticado, viaja desde Lima, la “ciudad colonial”, hacia Estados Unidos, a una sociedad más WASP (1) que la costeña criolla, donde se encuentra para su asombro con los otros Boby López del mundo. Tal como en la actualidad, como le está ocurriendo a muchos afroamericanos e inmigrantes latinos con la invasión a Irak, es reclutado por los marines para servir como carne de cañón en el frente coreano. El final de todo este periplo es obvio.

Uno de los rasgos más logrados del cuento es que, a partir de su fatal encuentro, Queca y Bob recorren el mismo círculo vicioso. Cada uno de ellos pretende ascender contra viento y marea en la escala social: Bob, de los cines de su barrio a la neurótica metrópoli neoyorquina; Queca, de la plaza Bolognesi a los campos de Kentucky. Por supuesto, la progresión es escalonada. En el caso de Queca, ésta se sucede a medida que va cambiando de enamorados, cada cual con mayor capital simbólico, como diría Bordieu. Al final se casa con un tipo que pertenece al estamento más reaccionario de la sociedad estadounidense, quien le recuerda sus verdaderos orígenes mientras la golpea ebrio de whisky.

“Alienación” no es sino el relato de cómo dos personajes se hacen sujetos a través de la alocada persecución en busca de sus inasibles objetos de deseo. Condicionados por una sociedad abocada al menosprecio del otro —y he ahí el punto que Ribeyro pretende tocar, nuestra total ausencia de solidaridad social cuya base es la ignorancia—, tanto Bob López como Queca construyen unas imágenes tan perfectas de sí mismos que terminan perdiendo el sentido de lo real, la dirección de sus vidas.

La mecánica del deseo es tan apremiante que conduce precisamente a la mentira romántica, a convencerse de que uno extrae los deseos de sí mismo, cuando verdaderamente ocurre todo lo contrario (el deseo es el deseo de Otro o, en otras palabras, la huachafería que detecta tanto el narrador como los otros personajes), y el relato está ahí para mostrarlo. Lo paradójico es que ambos no podrían llegar a ser sin esa mentira, lo cual me recuerda la sentencia de Nietzsche: “Cuántas dosis de verdad es capaz de soportar un ser humano”. Creo que en el caso de Queca y Bob no muchas, puesto que su enfermedad —pertene-ciente más al campo espiritual que al somático— es incurable.

El otro caso que amerita examinarse es el de Diego Santos de Molina, el personaje central de “El marqués y los gavilanes” y sobre quien gira toda la trama de este relato. Santos de Molina, un viejo descendiente de las familias de vieja ralea aristocrática limeña, es azuzado permanentemente por Fernando Gavilán y Aliaga, representante de aquella burguesía pujante que hizo fortuna durante el boom exportador de la década de 1950 y que organizó algunos proyectos políticos progresistas que cuajaron en la década siguiente, con lo cual desplazaron a la alianza entre la oligarquía y los militares del poder.

Pues bien, Santos de Molina se obsesiona completamente con los Gavilán y Aliaga. El texto es una metáfora de la pérdida de los espacios tradicionalmente asignados a la oligarquía, como el hotel Maury, las propiedades del centro de Lima e incluso la posibilidad de refugiarse en el extranjero. El deseo de Santos de Molina, un nostálgico del orden colonial, choca constantemente con el de su rival. Esta pugna describe lo que Girard denomina la doble mediación, el estadio más extremo del deseo triangular.

Aquí, tanto el sujeto como el mediador se hallan en una posición horizontal, ya no vertical, como en el caso del bovarismo. La obsesión con el otro es completa. Las distorsiones, como referíamos líneas arribas, definitivamente son tan catastróficas como en el caso de Bob: para Santos de Molina, éstas lo conducen a una psicosis claustrofóbica.

En alguna ocasión posterior me gustaría ampliar detalla-damente estos puntos, pero por ahora, en la incesante fauna que recorre sus relatos, Ribeyro nos describe a tipos humanos agobiados por la inestable modernidad, que en el caso peruano ha generado una gran movilidad social pero también una mayor brecha entre pudientes y menesterosos, con las consecuentes rupturas que separan aún más a las castas en que se divide la sociedad peruana. Sin embargo, Ribeyro, a diferencia de algunos de sus lectores, no intenta explicaciones sociológicas. Él sólo resultó ser el testigo privilegiado de una época en que el rostro del Perú cambia vertiginosamente.

Por eso me parecen pretenciosas aquellas interpretaciones que colocan a Ribeyro como un personaje más de sus cuentos, puesto que rebuscan en lo biográfico la clave para entender su apego al escepticismo apátrida, la ironía y la mordacidad con que trata a sus personajes. Tal y como ha ocurrido con la publicación de sus diarios, que ha abierto una veta insospechada a este tipo de lecturas facilistas. En una entrevista afirma:

El diario es un género en el cual uno narra hechos verídicos y reales. No puede haber un diario imaginario porque eso sería una ficción. En mis otros trabajos si hay ficción, me valgo de mis experiencia, de lo que escucho y observo para recrear situaciones, elaborar relatos, cuentos y piezas de teatro. Es necesario diferenciar la literatura intimista, la del diario personal, y la de ficción, presente en mis otros libros (2).

Lo cual sería suficiente para aclarar este punto. En otra entrevista, en la que tendenciosamente se le quiere acusar de racista, remata tranquilamente, pero con decisión: “No tengo nada de aristócrata”. Estos lectores deberían darse la molestia de revisar más bien a los narradores peruanos del siglo XIX, que abusaban hasta el hartazgo de los estereotipos raciales. Al contrario, Ribeyro libera a sus personajes de las ataduras decimonónicas –curioso en él, que tenía como modelos a los escritores franceses de esa época– y los hace circular, con sus miserias y grandezas, en una suerte de “comedia humana” del Perú del siglo XX. De ahí su especial toque subversivo, acre, de un vasto humor negro, que caracteriza a la totalidad de su obra.

De este modo, me río junto con Ribeyro en los pasajes más excéntricos de “El marqués y los gavilanes” o tras la gran mascarada de “El polvo del saber”, pero también me queda grabada la frase “La piel de un indio no cuesta caro” cuando en las noticias surgen las sigilosas formas que el desprecio y el ninguneo han adoptado en el Perú a través de la ominosa ley del embudo que nos afecta, aunque no querámoslo verlo, a todos.

En los últimos años de su vida, a su regreso de Europa, el escritor fue objeto de atención de buena parte de la prensa. Cuando revisaba las notas para este artículo, me llamó la atención el que los medios le dieran tanta cobertura, quizás debida a la publicación de La tentación del fracaso o las Cartas a Juan Antonio (las entrevistas las aceptaba por compromisos con sus editores, porque en el fondo sentía renuencia hacia ellas). Lo cierto es que el círculo de lectores de Ribeyro, básicamente universitario, comenzó a expandirse con la estadía del escritor en el Perú. Aún perdura el recuerdo de su presencia durante la presentación del cuarto tomo de La palabra del mudo, en 1992, en la Municipalidad de Miraflores, donde fue vitoreado. Sin embargo, y con la obtención del Premio Juan Rulfo en ese año, esto no ha sucedido en el resto de países hispanoamericanos. Como José Miguel Oviedo escribió en el diario El Comercio, a pocos días del fallecimiento del autor de Crónica de San Gabriel:

Es lamentable que la obra de Ribeyro haya sido sistemáticamente soslayada en el panorama literario hispanoamericano, porque su contribución al arte del cuento es inagotable: no sólo es uno de los más prolíficos cuentistas de este siglo (ha escrito más de un centenar de relatos), sino que ha insistido en la alta categoría artística del género, en nada inferior a la novela, el teatro o la crítica, formas que también supo cultivar. Hay una rigurosa moral estética en Ribeyro, cuyos modelos no son de este tiempo: Stendhal, Maupassant, Flaubert, Chejov.El aire sutilmente retrospectivo de su obra, su indiferencia por los modos del presente y su nostálgica seducción por lo que inexorablemente desaparece, constituyen un irónico (tal vez, escéptico) comentario sobre el mundo, real y literario, en el que le ha tocado vivir. Tras unos 40 años de constante producción, es todavía un autor que muchos lectores no han descubierto. (3)

¿A qué se debe este ocultamiento, esta falta de comunicación no sólo con los lectores hispanoamericanos, sino también peruanos? A pesar de que críticos literarios extranjeros le han dedicado páginas enteras, lo que sostiene Oviedo es cierto: a diez años después de su desaparición física, la obra de Ribeyro no ha prendido aún en el resto de América Latina. Lo más probable es que al propio Ribeyro no le interesaba tampoco ser el centro de atención, como en el caso de algunos escritores latinoamericanos —viejos y jóvenes— que viven más de las estrategias de marketing que de la calidad literaria. Una actitud consecuente, entonces, marca los pasos de su silenciosa pero a la vez copiosa y fructífera —a veces tediosa, en sus propias palabras— labor de escritor.

A propósito de la publicación del libro de homenaje Asedios a Julio Ramón Ribeyro (1996), uno de los primeros esfuerzos de la crítica literaria peruana en esbozar una lectura sistemática de nuestro mayor cuentista, el periodista Carlos Batalla escribió:

Alguna vez se dijo que Ribeyro era el escritor peruano más citado pero menos leído. Tal vez sea cierto. Esfuerzos como el que este libro representa reducen en gran medida esa brecha que existe entre “reconocer” a un escritor y verdaderamente “conocerlo”, es decir, aproximarse con él con la razón y el sentimiento alertas, siendo capaces de asimilar los elementos más sutiles y perecederos de su arte: la palabra justa, el amplio y variado conocimiento de la lengua; y, por cierto, un propio universo ficticio (4).

Cualidades suficientes para convertir a Ribeyro no sólo en un extraordinario narrador, indispensable para degustar el placer de una buena prosa, sino en un ejemplo de escritura, cuyo magisterio se proyecta en un proyecto radicalmente individual, en una convicción que entendía lo literario como central en la formación de un pensamiento lúcido, con todas las consecuencias que acarrea esta postura ante los dictámenes que rigen la vida actual. Nuestra tarea como lectores no debe quedarse en la reverencia inútil o en la repetición de los clisés de siempre, como lo denunciaban sus cuentos. Debemos atrevernos a descubrir los secretos y verdades de una obra literaria que nos aguarda detrás de las sombras.


© Giancarlo Stagnaro, 2004

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(1) WASP: Siglas en inglés de White AngloSajon Protestant (blanco, anglosajón y protestante), que corresponde a los valores de los puritanos estadounidenses, por lo general intolerantes con los elementos foráneos. No todos los habitantes de rasgos caucásicos en Estados Unidos entran en esta categoría, puesto que alude a un círculo adinerado, exclusivo y cercano al poder.

(2) Valentín Ahón. “Ribeyro: disposición natural para el cuento”. En El Comercio, sección C, 14 de mayo de 1993.

(3) José Miguel Oviedo. “El arte narrativo de Julio Ramón Ribeyro”. En El Comercio, sección A, 11 de diciembre de 1994.

(4) Carlos Batalla. “Estudios sobre Ribeyro”. En El Peruano, sección Cultural, 24 de setiembre de 1996.




No siempre se ha de tratar de novelas: Fernando Vallejo y Julio Ramón Ribeyro

No siempre se ha de tratar de novelas: Fernando Vallejo y Julio Ramón Ribeyro

por: Leonardo Valencia

Fuente: http://www.comunidadinconfesable.com

A mayor distancia, las cúspides sobresalen silenciosamente. En el campo de la novela latinoamericana, los noventas fueron el reinicio de la redifusión ruidosa por editoriales españolas. Pero tardaron en llegar a España dos que no fueron novelas: el diario de Ribeyro, La tentación del fracaso (1992-1995), y la biografía de Vallejo sobre Barba Jacob, El mensajero (1991), que todavía no llega. Libros descomunales, por el equilibrio en Ribeyro, por lo opuesto en Vallejo; novelistas escépticos de su género entendido como convención y crónica, novelistas de un continuo y transformador adiós a la novela para la llegada de otra escritura.


Sobre el autor: (Ecuador 1969). Ha publicado el libro de cuentos progresivo La luna nómada (1995-2004), las novelas El desterrado (2000), El libro flotante de Caytran Dölphin (2006), www.libroflotante.net, y el libro de ensayos El síndrome de Falcón (2008). Su novela más reciente es Kazbek. Dirige el Laboratorio de Escritura en Barcelona y es editor de la revista La comunidad inconfesable. Web: http://www.leonardovalencia.com



Convocatoria Kcreatinn Nº 6 : Julio Ramón Ribeyro


Convocatoria Revista Kcreatinn Nº 6 Especial: “Julio Ramón Ribeyro”

Kcreatinn Organización comunica a todos los escritores del planeta la aparición, para Julio 2010, de su sexto número, dedicado al escritor de cuentos Julio Ramón Ribeyro, continuando con una serie de especiales literarios latinoamericanos, que también abordan creación miscelánea a lo largo de sus números. Los textos deberán ser remitidos en formato word, bajo caracteres, interlineado y tamaño de hoja de elección personal, a:
kcreatinnorg@yahoo.es hasta el 31-7-10. Este primer volumen comprenderá la inclusión de los 10 números de Kcreatinn, compilando en versión impresa el tomo dedicado a escritores destacados y representativos de Latinoamérica, hacia finales de 2012. Esperamos que esta convocatoria sea un aguijón para la naturaleza creativa, característica del mitomundo latinoamericano, que será bienvenida y leída de manera acuciosa y analítica por el Comité Editorial de la revista.


Afectuosamente,

Jack Farfán Cedrón
Director Revista Kcreatinn

Lo fácil que es confundir cultura con erudición.

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Lo fácil que es confundir cultura con erudición. La cultura en realidad no depende de la acumulación de conocimientos incluso en varias materias, sino del orden que estos conocimientos guardan en nuestra memoria y de la presencia de estos conocimientos en nuestro comportamiento. Los conocimientos de un hombre culto pueden no ser muy numerosos, pero son armónicos, coherentes y, sobre todo, están relacionados entre sí. En el erudito, los conocimientos parecen almacenarse en tabiques separados. En el culto se distribuyen de acuerdo a un orden interior que permite su canje y su fructificación. Sus lecturas, sus experiencias se encuentran en fermentación y engendran contínuamente nueva riqueza: es como el hombre que abre una cuenta con interés. El erudito como el avaro, guarda su patrimonio en una media, en donde sólo cabe el enmohecimiento y la repetición. En el primer caso el conocimiento engendra el conocimiento. En el segundo el conocimiento se añade al conocimiento. Un hombre que conoce al dedillo todo el teatro de Beaumarchais es un erudito, pero culto es aquel que habiendo sólo leído "Las Bodas de Fígaro" se da cuenta de la relación que existe entre esta obra y la Revolución Francesa o entre su autor y los intelectuales de nuestra época. Por eso mismo, el componente de un tribu primitiva que posee el mundo en diez nociones básicas es más culto que el especialista en arte sacro bizantino que no sabe freír un par de huevos.


Julio Ramón Ribeyro



De los diarios y las reflexiones íntimas al relato autobiográfico “Fragmentos de las memorias que nunca escribiré”


De los diarios y las reflexiones íntimas al relato autobiográfico
“Fragmentos de las memorias que nunca escribiré”

Por
Galia Ospina Villalba

La vida es un relato que nos contamos a nosotros mismos para desenredar la enmarañada selva de nuestros días. En realidad, todo recuerdo es una ficción. No podemos acceder al pasado en su estado puro, creer en él como una referencia fija e inmutable en el tiempo. El yo del presente que observa su pasado pertenece a las leyes del cambio, su mirada jamás será la misma al mirar atrás. Las imágenes del recuerdo son móviles, se transforman según el instante en que son abordadas.

Es imposible desligar al Ribeyro que vive del Ribeyro que escribe. El primero lleva consigo el equipaje de sus reminiscencias, de sus viajes, de sus ilusiones perdidas. El segundo, transforma las reminiscencias de la vida en metáforas del arte. Cada relato nace de los fragmentos de la memoria para inscribirse en la riqueza simbólica de los signos gráficos:

La experiencia es la materia prima de toda creación, la cual elabora los elementos de la realidad vivida. Uno sólo puede imaginar a partir de lo que uno es, de lo que uno ha experimentado, en la realidad o en la aspiración. La autobiografía presenta ese contenido privilegiado con un mínimo de alteraciones; más exactamente, cree, de ordinario, restituirlo tal como fue, pero, para narrarse, el hombre añade algo a sí mismo. De modo que la creación de un mundo literario comienza en la confesión del autor: la narración que hace de su vida ya es una primera obra de arte, el primer desciframiento de una afirmación que, a un nivel más alto de disección y recomposición, florecerá en novelas, en tragedias o en poema.1

Desde Berlín, Ribeyro escribió el cuento Por las azoteas (1958), trasladándose a los distantes días de su infancia en Miraflores. El escritor se siente atraído por lo que se halla lejano en el tiempo; pues sólo a través de la distancia es posible otorgarle unidad a su aventura.

Por las azoteas: el código represivo en contraposición a lo aéreo

Me he dado cuenta —dice Luder— que nuestra vida sólo consiste en dar vueltas y vueltas alrededor de unos cuantos objetos.

Julio Ramón Ribeyro

Niño desordenado. Cada piedra que encuentra, cada flor arrancada y cada mariposa capturada son ya, para él, el inicio de una colección, y todo cuanto posee constituye una colección sola y única. En él revela esta pasión su verdadero rostro, esa severa mirada india que sigue ardiendo en los anticuarios, investigadores y bibliófilos, sólo que con un brillo turbio y maniático. No bien ha entrado en la vida, es ya un cazador. Da caza a los espíritus cuyo rastro husmea en las cosas; entre espíritus y cosas se le van años en los que su campo visual queda libre de seres humanos. Le ocurre como en los sueños: no conoce nada duradero, todo le sucede, según él, le sobreviene, le sorprende. Sus años de nomadismo son horas en la selva del sueño. De allí arrastra la presa hasta su casa para limpiarla, conservarla, desencantarla. Sus cajones deberán ser arsenal y zoológico, museo del crimen y cripta. “Poner orden” significaría destruir un edificio lleno de espinosas castañas que son manguales, de papeles de estaño que son tesoros de plata, de cubos de madera que son ataúdes, de cactáceas que son árboles totémicos y céntimos de cobre que son escudos. Ya hace tiempo que el niño ayuda a ordenar el armario de ropa blanca de la madre y la biblioteca del padre, pero en su propio coto de caza sigue siendo aún el huésped inestable y belicoso.

Walter Benjamin

Existen espacios casi ocultos a los ojos de la multitud que recorre las calles. Si alguien se atreviera a levantar la mirada, reconocería que hay superficies desgarradas de la tierra que se elevan como “una isla secreta sobre los techos”. En el cuento Por las azoteas de Julio Ramón Ribeyro, un niño de diez años se pasea omnipotente en medio de objetos arrojados al olvido después de que han sufrido el rigor de la funcionalidad en el “mundo de los bajos”.2 Este último se distingue por ser el hogar de la costumbre, del tiempo esclavizado en los horarios, de los objetos que se inmovilizan al ser recorridos por una mirada plana y ordenada. Es una atmósfera familiar rígida, dura como una piedra; allí los objetos pierden sus voces y se sumergen en una mudez atroz en donde todo es “obediencia, manteles blancos, tías escrutadoras y despiadadas cortinas”3 que cortan abruptamente la maravillosa distancia de lo inexplorado. Todo lo que ya no es útil o ha entrado en la etapa de la vejez y el desastre es arrojado a las inclemencias del tiempo, al corrosivo verano que se torna inclemente en los techos. En las azoteas los objetos han cambiado igual que el tiempo nos cambia a nosotros. El “reino de objetos destruidos”4 es equiparable a los que se pierden en el mar, llegando a la orilla rotos, fracturados, ausentes de porvenir. Sin embargo, si un niño los encuentra en la arena, cobrarán vida de nuevo a través de su mirada. Serán liberados del hechizo que les otorgaba un significado unívoco, pudiendo asumir múltiples rostros gracias al poder transformador de la imaginación. En las azoteas los objetos destruidos son tesoros, piezas de colección que pueden mezclarse entre sí, tramando una red infinita de posibilidades de juego. El niño “podía pintar bigotes en el retrato del abuelo, calzar las viejas botas paternales o blandir como una jabalina la escoba que perdió su paja [...]. Podía construir y destruir y con la misma libertad con que insuflaba vida a las pelotas de jebe reventadas, presidía la ejecución capital de los maniquíes”.5 Él libera a los objetos de la pesada carga que les ha impuesto el pasado y al soltar la percepción de la costra del hábito mantiene el sentido de la maravilla. En el “mundo de los bajos” la vida de los objetos tiene la duración de su utilidad, cuando ya no sirven son expatriados, lanzados a “no lugares” en los que el olvido los torna invisibles. A diferencia del mundo adulto que dictamina la defunción de los objetos exiliándolos a islas áridas y ocultas, el niño se siente irresistiblemente atraído por ese reino de desechos que su mirada volverá a dotar de vida y de sentido motivado por los arrebatos de la fantasía y el deseo. “Como si de una secreta correlación se tratase, al igual que sólo la desesperanza concede la esperanza, también del sinsentido adulto surge un sentido infantil tan sorprendente como gratuito”.6 Thoreau sabía que el secreto de la sabiduría residía en la relación que mantiene la mirada con sus objetos. “¡Cuánta virtud hay simplemente en ver!... Somos tanto como vemos”.“Cada niño”, observa, “empieza de nuevo el mundo”.7

Para el niño entrar a la azotea es atravesar galerías secretas y encrucijadas. Su navegación es empírica, sensitiva, táctil. En sus trayectos no existe un comienzo y un final, pues todo ocurre en el medio, como el crecimiento de la hierba. No hay raíces ni arborescencias. No hay metas. Sólo existe el trayecto que se va creando a medida que se recorre. Deleuze le dio el nombre de espacio liso a este trayecto en el que las líneas que lo constituyen no están subordinadas a un desplazamiento que se realiza desde un punto A hasta un punto B. Los arquetipos del espacio liso son espacios abiertos como el desierto o el mar. Para el niño la azotea puede adquirir el rostro de una isla secreta o de una selva no exenta de aventuras y peligros. Su obsesión es convertir su cuerpo en una red que conquiste los espacios vislumbrados:

Mi reino, al principio, se limitaba al techo de mi casa, pero poco a poco, gracias a valerosas conquistas, fui extendiendo sus fronteras por las azoteas vecinas. De estas largas campañas, que no iban sin peligros —pues había que salvar vallas o saltar corredores abismales— regresaba siempre enriquecido con algún objeto que se añadía a mi tesoro o con algún rasguño que acrecentaba mi heroísmo. La presencia esporádica de alguna sirvienta que tendía ropa o de algún obrero que reparaba una chimenea, no me causaba ninguna inquietud pues yo estaba afincado soberanamente en una tierra en la cual ellos eran sólo nómades o poblaciones trashumantes.8

Los juegos de la infancia involucran un cuerpo que se desplaza con libertad en el espacio. En el “mundo de los bajos” el cuerpo es adiestrado en la división de compartimentos estrictamente separados: en un cajón están las vacaciones, en el otro el deber, en el siguiente, la escuela. Este cuerpo maniático del orden tendrá como objetivo mantener al “yo” dentro de sus respectivos contornos, garantizando así la permanencia de la identidad personal. En los bajos “todo parece medible y previsto, el principio y el final de un segmento, el paso de un segmento a otro”.9 espacio estriado a las líneas de los trayectos que están subordinadas a los puntos. En este espacio predomina la razón y el navegante empírico ha sido expulsado de sus dominios. La casa y el colegio se ubican en este nivel como lugares represivos en donde la aventura es amenazada con una sucesión dolorosa de deberes, prohibiciones y castigos. Ante este panorama, la azotea es un lenguaje libre, imaginario, una nueva constelación personal en donde la vida se expresa a través del desorden, de la desorientación y la marginalidad. Deleuze denominó

Julio Ramón RibeyroEn una de sus exploraciones al mundo de los altos, el niño divisará a un hombre que como los objetos de la azotea pertenece a los extramuros de la ciudad, a esos espacios excluidos de la memoria y de los afectos. Como todos los trastos, reducido a la fragmentación y el olvido, resquebrajado por la intemperie, asediado por la molicie y el rechazo del “mundo de los bajos”. En la cúspide se está solo y el verano no cesa de calcinar dándole a la azotea las dimensiones desoladoras de un desierto limeño. El excesivo calor será un elemento recurrente en el cuento. El sol se dispara a varios significados simbólicos que pueden ser reveladores en el sentido oculto de la narración. Uno de ellos tiene que ver con la destrucción y la sequía que se oponen a la lluvia fecundante. “Así, en la China los soles excedentes debieron ser abatidos a flechazos”.10 11 El hombre de las azoteas sentirá en su piel el ardor de ese sol autoritario que no se cansa de durar. Su cuerpo recostado en la perezosa ha sido marcado por el paso del tiempo, en su rostro “mostraba una barba descuidada, crecida casi por distracción, como la barba de los náufragos”.12 La mirada curiosa del niño no se detiene y empieza a interpretar los signos del hombre en las páginas de un libro nuevo y extraño. En un comienzo, lo ve como un invasor de sus dominios salvajes, pero la obsesión de este hombre no es la del espacio, sino la del tiempo que no se cansa de prolongar el largo verano retardando el advenimiento de las lluvias. En el fondo, es el deseo quemante de otredad, de sentir en su cuerpo no ya el fuego destructor, sino la frescura del agua que en su camino arrastra la pesada carga de las horas. Entre el niño y el hombre se irá creando un lenguaje instaurado en la complicidad que ambos guardan en lo marginal. “...Así se juega de niño, solo. Así se toma el sol en la vejez, solo. Entre ambas edades, el interregno poblado por el amor o la amistad, el único cálido, soportable, entre dos extremos de abandono”.13 El hombre de la perezosa está muy próximo a la infancia. Al margen de la obediencia, del orden que reina en los bajos. La azotea pertenece a la simbología de lo alto. Palomar, torre, árbol recortado contra el cielo, son palabras familiares a su espacio. La simbología de una casa está en íntima relación con la configuración del cuerpo humano. “El exterior de la casa es la máscara o la apariencia del hombre; el techo es la cabeza y el espíritu, el control de la conciencia; los pisos inferiores señalan el nivel del inconsciente y los instintos”.14 En los textos tibetanos “la salida de la condición individual, del cosmos”, se expresa a través de fórmulas “tales como la fractura del tejado del palacio o del techo de la casa. La abertura de la cúspide del cráneo por donde se efectúa esta salida (brahmarandhra) es, por otra parte, llamada por los tibetanos el agujero del humo”.15 En las azoteas, el niño será iniciado en una “tierra nueva” en donde las palabras que salen de los labios del hombre enfermo son otros trastos: su condición es la fragilidad, la fractura, el deterioro. Se han constituido en un lenguaje que toca los bordes de la incertidumbre y el desarraigo. No es un lenguaje de líneas definidas por un principio y un final. Son piezas del naufragio, “fragmentos de la propia tiniebla interior”16 asolados también por el tiempo destructor. En este sentido, pueden compararse a las paradojas y acertijos que habitan los Dichos de Luder. Los pequeños cuentos que le narra el hombre al niño se parecen a estatuas que fueron mutiladas en un naufragio quedando reducidas a fragmentos en los que ya no es posible leer el todo como una unidad perfecta y armónica. Así como el niño construye una nueva sintaxis a partir de ruinas y pedazos de los objetos que ahora son recuerdo de algo que alguna vez fue y ya no será, el hombre de las azoteas ha tocado los abismos de una nueva lengua en la que él mismo es un extranjero, un inmigrante, un gitano y un nómada. Hablar o escribir es una actividad equivalente al juego; juntar palabras entre sí como el niño que realiza una correspondencia secreta entre objetos disímiles. En este sentido, el hombre afortunado es el hombre-niño, pues todavía sus sentidos y su pensamiento no han perdido la frescura inicial. Como el niño, el hombre de las azoteas se sentirá atraído por lo diminuto, “por la contemplación de sus largas manos transparentes o por seguir el paso de las nubes viajeras”.17 El tiempo se ha vuelto lento, canicular, como la mirada del hombre detenida en los detalles de las cosas. El día de su santo le preguntó al niño: “¿Sabes lo que es tener treinta y tres años? Conocer de las cosas el nombre, de los países el mapa. Y todo por algo infinitamente pequeño, tan pequeño que la uña de mi dedo meñique sería un mundo a su lado. Pero, ¿no decía un escritor que las cosas más pequeñas son las que más nos atormentan, como, por ejemplo, los botones de la camisa?”.18 En los bajos, el ejercicio de la contemplación será catalogado como vagancia, pérdida y desorientación. Cuando el niño recibe un libro del hombre de las azoteas, su madre lo arrojará con prejuicio al cesto de la basura como si llevara impreso el contagio de la enfermedad y el desorden. El padre le dirá: “Ese hombre está marcado. Te prohíbo que vuelvas a verlo. Nunca más subirás a la azotea”.19 La mirada de la madre se convierte en un dispositivo disciplinario que controla los movimientos delniño en el espacio para impedir su extravío en la periferia, reino sin referencias ni puntos de anclaje. Si los objetos tienen lugares a los cuales son exiliados cuando sus cuerpos ya no están completos y no aportan nada al orden de lo práctico y lo funcional, los hombres también los tienen. Si alguna parte del cuerpo del hombre se enferma, si la cabeza ya no funciona o si el lenguaje empieza a tocar los extramuros de la locura, entonces, se recurre a “azoteas”: cárceles, manicomios, hospitales, cuya función principal es desaparecer a los hombres, enmudecerlos, volverlos invisibles. Ése es el orden de la sociedad, así funcionan las cosas... Las pequeñas piezas del naufragio que el hombre comparte con el niño revelan los peligros que asedian al hombre cuando decide rechazar toda forma de masificación y uniformización en nombre de su singularidad. La diferencia se aísla en manicomios, se recluye en hospitales, se vigila en circuitos carcelarios. El primer cuento del hombre de las azoteas parece desencadenar en el segundo, pues trata de decirnos que tenemos que seguir las reglas que el orden de la ciudad nos imponga, si no queremos ser exiliados de ésta; y para ello, casi siempre tenemos que alejarnos de nuestros primeros instintos o deseos y ponernos una máscara y simular (cuento del hombre que en realidad quería imitar al canario y no al avestruz). “...Las instancias de control individual funcionan de doble modo: el de la división binaria y la marcación (loco-no loco; peligroso-inofensivo; normal-anormal); y el de la asignación coercitiva, de la distribución diferencial (quién es; dónde debe estar; por qué caracterizarlo, cómo reconocerlo; cómo ejercer sobre él, de manera individual, una vigilancia constante, etc.)”.20 La ciudad está atravesada por toda una red carcelaria que se multiplica en elementos diversos: asilos psiquiátricos, penitenciarías, instituciones, escuelas, en donde se ejerce la disciplina como un tipo de poder. Lo que obsesiona a este sistema es la desviación, la anomalía, el nomadismo. Aún continúan los antiguos métodos de exclusión que se practicaban a fines del siglo XVIII cuando se declaró la peste: Por otra parte, en la astrología, el sol es el símbolo del principio de autoridad, cuyo emblema inicial es la figura paterna, que se relaciona con “las funciones de adiestramiento, educación, conciencia, disciplina y moral”. Sus significados se extienden también “al negativo súper yo, que aplasta el ser con prohibiciones, principios, reglas o perjuicios”.

Este espacio cerrado, recortado, vigilado, en todos sus puntos, en el que los individuos están insertos en un lugar fijo, en el que los menores movimientos se hallan controlados, en el que todos los acontecimientos están registrados, en el que un trabajo ininterrumpido de escritura une el centro y la periferia, en el que el poder se ejerce por entero, de acuerdo con una figura jerárquica continua, en el que cada individuo está constantemente localizado, examinado y distribuido entre los vivos, los enfermos y los muertos —todo esto constituye un modelo compacto del dispositivo disciplinario. A la peste responde el orden, tiene por función desenredar todas las confusiones: la de la enfermedad que se transmite cuando los cuerpos se mezclan; la del mal que se multiplica cuando el miedo y la muerte borran los interdictos.21

“Los nombres cambian, pero las instituciones se perpetúan”.22 A la casa corresponde el orden, el tabicamiento, la verticalidad. En las azoteas pulula el desorden, las mezclas, la horizontalidad. La casa es un dispositivo disciplinario que busca mantener la incomunicación entre el centro y la periferia. Cuando terminan las vacaciones y el niño regresa al mundo de los bajos, el excesivo orden de los objetos sepulta el rumor de la vida. Dice el niño:

Mi mamá comenzó a vigilar la escalera que llevaba a los techos. Yo andaba asustado por los corredores de mi casa, por las atroces alcobas, me dejaba caer en las sillas, miraba hasta la extenuación el empapelado del comedor —una manzana, un plátano, repetidos hasta el infinito— u hojeaba los álbumes llenos de parientes muertos. Pero mi oído sólo estaba atento a los rumores del techo, donde los últimos días dorados me aguardaban. Y mi amigo en ellos, solitario entre los trastos.23

En este punto, el cuento crea redes comunicantes con la vida de Julio Ramón Ribeyro. Como el niño de Por las azoteas, el escritor también recorrió hasta el cansancio con su mirada esos objetos marcados por la inmovilidad y la repetición. Es posible imaginar la atmósfera familiar de su casa en Miraflores: “...puerta discreta y decente, visillos blancos, techos altos y quizá alguna ventana teatina, salita con retratos familiares, comedor con una “Última Cena” en metal y siempre una frutera de loza, camas hondas y un poco desvencijadas, patio con muchos cachivaches que el decoro obliga a esconder, un insistente olor a humedad, azotea con piso de barro para volar cometas, tener al abuelo enfermo o jugar carnavales”.24 En esos paseos siempre idénticos por su casa limeña, Ribeyro fue aguijoneado por una quemante sed de otredad. En los estrictos muros de su casa el lenguaje corría el riesgo de enmudecer:

Si partí para Europa fue quizás para evitar esos vagares solitarios por mi casa vacía, esas mañanas enormes rodando de una habitación a otra, tocando los muebles, mirando las fotografías y los candelabros. Ahora, como hace años, ando de nuevo entre mis cosas, las reconozco, pero trato en vano de encontrar un indicio. El gran ropero paternal con sus tres cuerpos guarda los mismos álbumes, conserva su olor a polilla muerta. Su espejo me devuelve mi cara, la misma que se ha conservado no sé cómo luego de mil peripecias. El tedio difuso de estas mañanas, el sabor del cigarro... todo permanece idéntico. También mi deseo de partir, sin lucha alguna, vencido.25

El lenguaje que Ribeyro ha ido forjando con infinita paciencia nace en las azoteas, en ese espacio abierto, libre, en donde las palabras pueden intercambiarse como los objetos de un juego. Mientras su hijo Julio encuentra el sentido del mundo en los veinte álbumes de Las aventuras de Tintín, Ribeyro penetra las fracturas de un antiguo paraíso ahora lleno de preguntas y carencias. “La escritura es un inventario de enigmas”, una indagación constante que jamás conducirá a la certeza y, menos aun, a una noción de absoluto.

La primera resquebrajadura en el universo coloreado del niño de Por las azoteas ocurrirá en la brevedad de un instante, cuando al violar la prohibición materna se dirija a las azoteas. La lluvia de otoño ha llegado y la luz que antes era como “un ojo del infierno” ahora es penumbra, “brisa fría”, “aire caldeado”. En su imaginación visualiza al “hombre de la perezosa”, “jubiloso, recibiendo con las manos abiertas esa agua caída del cielo que lavaría su piel, su corazón”.26 27 encuentra que la atmósfera de sus juegos se ha ensombrecido; en la penumbra los objetos muestran un rostro atroz: “...la ropa olvidada se mecía” y “contra las farolas los maniquíes parecían cuerpos mutilados”. El niño recorre atemorizado sus dominios, y en la irrupción de un hecho el mundo de su infancia se desmoronará: Cuando el niño vuelve a visitar el espacio de su “nave cargada de riquezas”

Sólo vi un cuadrilátero de tierra humedecida. La sillona, desarmada, reposaba contra el somier oxidado de un catre. Caminé un rato por ese reducto frío, tratando de encontrar una pista, un indicio de su antigua palpitación. Cerca de la sillona había una escupidera de loza. Por la larga farola, en cambio, subía la luz, el rumor de la vida. Asomándome a sus cristales vi el interior de la casa de mi amigo, un corredor de losetas por donde hombres vestidos de luto circulaban pensativos.

Entonces comprendí que la lluvia había llegado demasiado tarde.28

Al hombre de la perezosa podría atribuírsele aquella frase de Proust: “...a los hombres nos llega lo que esperábamos de la vida, sólo que demasiado tarde”. ¿Cómo volver al lugar de la infancia cuando se entra por primera vez en la muerte? El fin del verano se enlaza con el final de la infancia. “Dejar la infancia es precisamente reemplazar los objetos por sus signos”.29 El mundo abierto se transforma en referencia, en recuerdo. Se crea la distancia frente al tiempo que antes era unidad, espacio. En el mundo adulto, la azotea quedará arrumada en el inmenso trastero de la memoria en donde el pasado ha quedado reducido a sus nombres. Ribeyro sabe que la escritura es una forma de darles permanencia a esos puntos luminosos que huyen a altas velocidades, dejando el rumor de los techos instalado en el cuerpo como una perpetua sed de otredad. Ya adulto, buscará espacios equivalentes a las azoteas, al parque Santa Cruz de su infancia. En el lenguaje se sentirá como un nómada moviéndose entre fragmentos, recuerdos y memorias. La vida también se encargará de mostrarle su lado atroz y miserable: esos espacios sin alma edificados para esclavizar al hombre en labores alienantes y mecánicas. Sin embargo, en medio de las circunstancias más desfavorables, “el oído de Ribeyro estará siempre atento a los rumores del techo”:

Es necesario dotar a todo niño de una casa. Un lugar que, aun perdido, pueda más tarde servirle de refugio y recorrer con la imaginación buscando su alcoba, sus juegos, sus fantasmas. Una casa: ya sé que se deja, se destruye, se pierde, se vende, se abandona. Pero al niño hay que dársela porque no olvidará nada de ella, nada será desperdiciado, su memoria conservará el color de sus muros, el aire de sus ventanas, las manchas del cielo raso y hasta “la figura escondida en las venas del mármol de la chimenea”. Todo para él será atesoramiento.

Más tarde no importa. Uno se acostumbra a ser transeúnte y la casa se convierte en posada. Pero para el niño la casa es su mundo, el mundo. Niño extranjero, sin casa. En casas de paso, de paseo, de pasaje, de pasajero, que no dejarán en él más que imágenes evanescentes de muebles innobles y muros insensatos. ¿Dónde buscará su niñez en medio de tanto trajín y tanto extravío? La casa, en cambio, la verdadera, es el lugar donde uno transcurre y se transforma, en el marco de la tentación, del ensueño, de la fantasía, de la depredación, del hallazgo y del deslumbramiento. Lo que seremos está allí, en su configuración y sus objetos. Nada en el mundo abierto y andarín podrá reemplazar al espacio cerrado de nuestra infancia, donde algo ocurrió que nos hizo diferentes y que aún perdura y que podemos rescatar cuando recordamos aquel lugar de nuestra casa.30

Notas

  1. Georges Gusdorf. “Condiciones y límites de la autobiografía”. En: Suplementos Anthropos, Nº 29, p. 16.
  2. Ribeyro, 1994. “Por las azoteas”. En: Cuentos completos (1952-1994), p. 163.
  3. Ribeyro, 1994. Ibídem.
  4. Ribeyro, 1994. Ibíd., p. 162.
  5. Ribeyro, 1994. Ibídem.
  6. Manuel E. Vásquez, 1996. Ciudad de la memoria. Infancia de Walter Benjamín, p. 102.
  7. Cit. Abrams, 1992. Op. cit., p. 423.
  8. Ribeyro, 1994. “Por las azoteas”. En: Op. cit., p. 162.
  9. Gilles Deleuze y Félix Guattari, 1988. Mil mesetas, p. 200.
  10. Jean Chevalier y Alain Gheerbrant, 1991. Diccionario de los símbolos, p. 949.
    En este sentido, puede compararse esta última frase con la que pronuncia el hombre de Por las azoteas: —“¡El sol, el sol! —repetía—. Pasará él o pasaré yo. ¡Si pudiéramos derribarlo con una escopeta de corcho!” (p. 166). (N. del autor).
  11. Chevalier y Gheerbrant, 1991. Op. cit., p. 953.
  12. Ribeyro, 1994. “Por las azoteas”. En: Op. cit., p. 163.
  13. Ribeyro, 1975. Prosas apátridas (completas), p. 43.
  14. Chevalier y Gheerbrant, 1991, Op. cit., p. 259.
  15. Chevalier y Gheerbrant, 1991, Op. cit., p. 258.
  16. Ribeyro, 1992. Dichos de Luder, p. 11.
  17. Ribeyro, 1994. Por las azoteas. En: Op. cit., p. 163.
  18. Ribeyro, 1994. Por las azoteas. En: Op. cit., p. 166.
  19. Ribeyro, 1994. Ibíd, p. 167.
  20. Michel Foucault, 1983. Vigilar y castigar, p. 201.
  21. Foucault, 1983. Ibídem.
  22. Ribeyro, 1975. Prosas apátridas (completas), p. 28.
  23. Ribeyro, 1994. Por las azoteas. En: Op. cit., p. 167.
  24. Oviedo, 1982. “Ribeyro o el escepticismo como una de las bellas artes”. En: Op. cit., p. 346.
  25. Ribeyro, 1993a. Op. cit., p. 210.
  26. Ribeyro, 1994. Por las azoteas. En: Op. cit., p. 168.
  27. Ribeyro, 1994. Ibíd., p. 167.
  28. Ribeyro, 1994. Ibíd., p. 168.
    He encontrado el mismo quiebre entre el final de una etapa de la vida y el comienzo de otra llena de dudas e inquietud en las líneas finales de Los gallinazos sin plumas y Página de un diario:
    “...Se dieron cuenta que la hora celeste había terminado y que la ciudad, despierta y viva, abría ante ellos su gigantesca mandíbula”.
    En Página de un diario, leemos: “Entonces comprendí por primera vez, que mi padre no había muerto, que algo suyo quedaba vivo en aquella habitación, impregnando las paredes, los libros, las cortinas, y que yo mismo estaba como poseído de ese espíritu, transformado ya en una persona grande. Pero si yo soy mi padre, pensé. Y tuve la sensación de que habían transcurrido muchos años”. (N. de la autora).
  29. Ribeyro, 1975. Prosas apátridas (completas), p. 65.
  30. Ribeyro, 1975. Prosas apátridas (completas), pp. 48-49.

Galia Ospina Villalba: Ensayista, poeta y crítica literaria colombiana (Bogotá, 1973). Magistra en educación. Profesional en estudios literarios, Pontificia Universidad Javeriana. Formadora en el área de los talleres literarios de la Facultad de Humanidades de la Universidad de Bogotá Jorge Tadeo Lozano. Ha publicado Julio Ramón Ribeyro: una ilusión tentada por el fracaso, entre otros.