El último Ribeyro

El último Ribeyro

A principios de la década del noventa, Julio Ramón Ribeyro eligió a Lima como su ciudad final. Volvió al mar tras su largo y voluntario exilio parisino. Aquí le esperaban sus amigos, nuevas aunque breves ilusiones, cierta dicha que alumbró sus años finales. Así lo recuerdan el escritor Guillermo Niño de Guzmán y su editor Jaime Campodónico: feliz, bebiendo vino, contemplando el mar e insólitamente locuaz con sus amigos.

Por Enrique Sánchez Hernani

Nunca crucé palabra con Julio Ramón Ribeyro. Un día Guillermo Niño de Guzmán pretendió presentármelo. No recuerdo el año, pero sí la hora: 11 de la mañana, Hotel Crillón. JRR llegó puntual, Willy demoraba. Él, como no me conocía, pasó veloz hacia el bar del hotel. Cuando Willy llegó, JRR ya no tenía ánimos de hablar con un extraño. Apenas me dio su mano de dedos muy finos. Saliendo del hotel, JRR parecía un ave de paso que huía del mundo. Ahora son las 11 de la mañana de otro día y otro año. JRR no está más. Willy me ha citado a su departamento miraflorino para hablar del amigo ausente. No hay vino, sólo dos vasos de Coca Cola con hielo. Willy piensa en voz alta. "Julio Ramón volvió al Perú porque al cabo de tantos años fuera sentía nostalgia. Juzgaba que había cumplido su ciclo europeo. El París que él había conocido no existía más. La mayoría de amigos que había frecuentado o se había ido o había muerto. Tampoco hacía ya la misma vida que se hace de joven en los bares, los cafés. Creo que se sentía un poco solo".

"Notó que cada vez que venía al Perú despertaba una calurosa acogida de parte de los jóvenes. Le gustaba ir a Barranco, sobre todo a La Noche; allí incluso tenía su mesa. Los chicos se le acercaban espontáneamente a conversar. Eso me sorprendió porque en los años anteriores no quería conocer gente y solo toleraba estar con algunos amigos queridos. Una vez me contó que se sintió muy halagado cuando, caminando por Barranco, lo detuvo un joven con un libro suyo y le pidió que se lo autografiara. Con el tiempo se acostumbró a disfrutar de esa pequeña fama".

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Quien también recuerda a JRR es Jaime Campodónico, su editor en Lima. No sé si todo es casual, pero recibí una cita suya para hablar sobre JRR también a las 11 de la mañana, en su imprenta de Breña.

"El año 88 conocí a Julio Ramón, cuando Willy Niño lo llevó a Las Mesitas de Barranco. Entonces ya pensaba instalarse en Lima. Creo que lo hacía porque ya se había comprado un departamento en Barranco. Le gustaba el mar. Cuando lo conocí, al principio, era bastante callado, observador. Pero después mantuvo mucha confianza conmigo y era bastante sociable cuando lo visitábamos, muy atento. "Hablábamos no sólo de sus libros sino también de fútbol. Me dijo que era hincha de la 'U' y que no había vuelto al estadio desde el partido de despedida de Lolo Fernández, antes de irse a Europa. Entonces nos fuimos a ver a la 'U', como el año 92 o 93. Recuerdo además que en una época se le dio por ir a los casinos con Willy, y con suerte, pues ganó algo de plata".

"Otra tema del que hablábamos era la pintura. En su departamento de Barranco tenía dos cuadros pequeños de Joan Miró y de otros amigos. A pesar de su apariencia de parquedad era muy jovial, pero dentro de su grupo de amigos, formado por Willy, Fernando Ampuero, Abelardo Oquendo, Balo Sánchez León, Toño Cisneros, Moncloa, su hermano y Carlos Calderón Fajardo. Además tenía un grupo de amigas que iba a verlo".

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La mañana en el departamento de Willy se ha detenido. Por lo menos eso me parece. Puede que sigan siendo las 11 de la mañana. La Coca Cola y el hielo no se acaban. Un JRR distinto es el que va apareciendo en lo que Niño de Guzmán me cuenta. "Una de las actividades extraliterarias que más esperaba Julio Ramón era el paseo en bicicleta de los días sábado, junto a Antonio Cisneros y Fernando Ampuero, por los malecones. Ribeyro no tenía mucha fuerza física por lo que no hacía el trayecto largo. Nosotros veníamos desde Miraflores, lo recogíamos en su departamento de Barranco y pedaleábamos por el malecón hasta llegar a la avenida Pedro de Osma. Por lo general nos deteníamos en la bodega de un vasco en esa misma avenida. Eso era lo que más le agradaba a él. En esa 'escala técnica' como le decíamos, el vasco nos ponía papas, jamones y una botella de jerez helado, del fino. Luego regresábamos y él ya se quedaba en su departamento".

"También le gustaba mucho estar con su familia y era muy querido por sus sobrinos y su hermano. Había adquirido la costumbre de ver, cada mes creo, una pelea internacional de box. A eso Ribeyro le llamaba 'el rincón del box'. Veía las peleas en medio de gran camaradería con sus familiares hombres, pues él fue un gran aficionado desde joven, aunque nunca lo practicara. Entonces él y su hermano Juan Antonio preparaban el famoso cóctel llamado 'el brevis', que habían inventado. Lo servían en un vaso muy largo, como un florero, donde entraban todos los licores imaginables".

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Suerte que JRR se topó en Lima con auténticos amigos. Desde que volvió en la década del noventa su vida recuperó un aire reparador. Willy así lo cree y me narra ciertos pasajes que dan cuenta de esos instantes felices, sin niebla, de puro fulgor. "Cuando volvió a Lima sintió una renovación vital, aún cuando el Perú de los noventas no era el que conoció en su juventud, pero era una realidad con la que se sentía cómodo pese a las dificultades del país en esos años. No lamentaba haber dejado París aunque su biblioteca estaba allá, así como su esposa y su hijo, aunque por entonces ya llevaban vidas separadas.

Hacia sus últimos años sintió una atracción por una mujer que derivó en un sentimiento amoroso, algo que él instintivamente rechazaba, supongo que a causa de viejos desengaños o por su carácter desconfiado. Una vez me animé a preguntarle en un momento favorable a las confidencias si es que estaba enamorado. Él dudó un poco pero finalmente me dijo: 'Sí, pero tengo un problema'. Su voz tembló en ese momento. 'Qué le puedo ofrecer a una chica menor que yo. A lo sumo, me dijo, a mí me quedarán unos diez años más de vida'. A pesar de su cautela, se vio arrastrado por esa pasión, con gusto".

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Las máquinas que resuenan a la distancia en la imprenta de Breña de Campodónico son las mismas que imprimieron los libros de JRR, de Los dichos de Lúder a los diarios. Jaime debe tener un poco más de canas que entonces. Pero su memoria sigue intacta. Prosigue hablando de JRR.

"Julio Ramón se instalaba a eso de las diez de la mañana en su escritorio del segundo piso de su dúplex, a escribir. A las once de la mañana abría su botella de vino y bebía la primera copa. Muchas veces le acompañé a comprar vino y sabía de sus marcas predilectas. Incluso una vez me habló de instalar en el sótano de la casa de su hermano en Miraflores, una cava y un lugar donde enseñar cata y enología, cosas que había estudiado en Europa".

"Hizo su vida normal hasta que regresó del viaje a Nueva York que hizo con su novia Anita, de donde ya vino mal. Pasó a la clínica y de allí a Neoplásicas. Yo lo visité algunas veces. Incluso le llevé mi VHS y unos videos con los mejores goles del Mundial de fútbol más unas películas. Entonces ya se podía conversar muy poco con él; los médicos no permitían visitas largas".

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Puede que ahora recién estén transcurriendo las once de la mañana. Lo noto porque la Coca Cola y el hielo van desapareciendo. Willy apura el último sorbo, el último recuerdo. Creo que por fin he conocido a JRR, aunque ya no pueda volver a darle la mano. Otra vez me habla Niño de Guzmán:

"El 94 emprende su viaje a los Estados Unidos con su novia. Hace una escala en Miami, donde se encontraba su gran amigo de la infancia, el artista Emilio Rodríguez Larraín. Luego sigue a Nueva York, donde empieza a sentirse mal, al punto que debe buscar atención médica de emergencia y regresar cuanto antes a Lima. A su vuelta, ingresó a una clínica y ya nunca más salió, salvo para ser llevado a Neoplásicas".

"Allá iba a verlo con frecuencia. El problema era que ya no quería que lo vieran porque se sentía muy mal de mostrarse en esas circunstancias. Un día me hizo llamar y al tratar de darle ánimos, él me dijo, no, yo ya estoy acabado. Y se levantó un poco la bata del hospital para mostrarme sus piernas, su cuerpo totalmente consumido. Él, que habitualmente era flaco, ahora era casi un cadáver".

"La siguiente vez que lo vi, me pidió que fuera a su casa y pusiera a buen recaudo sus diarios íntimos, él quería que los publicara Jaime Campodónico. Me dijo que ya no aguantaba más y que sabía que se iba a morir, y me quería pedir un gran favor: que quería salir del hospital y reunirse con sus mejores amigos para tomarse unos vinos, a modo de velada final. Me dijo además que me iba a dar el dinero para conseguir a una enfermera, con el fin de que cuando concluyera la velada le pusiera una sobredosis de morfina. Padecí mucho por eso, porque no sabía cómo actuar. Al cabo de tres días me avisaron que Julio había muerto".

Concluye la mañana en Miraflores. Salgo del departamento. Es notorio que ya no son las once de la mañana. La neblina se desplaza con pereza, quizá hacia Barranco. Adiós Julio Ramón, tus libros me esperan en casa.



Los años finales de Ribeyro: Una cierta imagen de Julio Ramón


Los años finales de Ribeyro Una cierta imagen de Julio Ramón

Por Abelardo Sánchez León

Cuando llegué a París en 1972 no pude conocer a Julio Ramón Ribeyro porque lo acababan de operar de un cáncer al estómago. En aquellos años la imagen del escritor la encarnaban Mario Vargas Llosa, Alfredo Bryce y Julio Ramón Ribeyro, y de los tres, el más parisino era Julio Ramón. Cuando por fin llegué a conocerlo, al cabo de seis u ocho meses, me encontré con una persona flaquísima, timidísima, fumadora y que conversaba en voz baja. Tomé tiempo en reconsiderar que regresaba de la muerte. Julio Ramón vivió con medio estómago durante veintidos años. Salía poco de casa. Los amigos lo visitaban a él. En esos años empezó a trabajar como agregado cultural del Perú en la Unesco y dosificaba sus energías. Era una especie de sabio en su capacidad de ahorrar esfuerzo, caminaba poco, lo hacía lento, y lo que más gustaba era leer, escribir y conversar. Yo tuve la suerte de acompañarlo en alguna de aquellas veladas inolvidables.

Julio Ramón nunca pudo zafarse del Perú. Quizá era un apátrida, sí, como sus prosas, porque tenía la idea de estar más cómodo en ese limbo que con tanta habilidad había creado en París. Pero nunca se consideró parisino o afrancesado. Su peruanidad era sesgada, marginal, muy crítica, y se reducía a ciertos espacios de la clase media miraflorina desde donde lanzaba su inquisitoria mirada al Perú entero. Cuando yo lo conocí, Julio Ramón vivía en la plaza Falguiere, en un pequeño departamento, y se dedicaba a ordenar su material literario, bastante disperso e inédito en gran parte. Quizá había sentido ya el aliento de la muerte en sus mandíbulas. Quizá tenía ganas de dar a conocer lo que había escrito entre sus diversos trabajos de sobrevivencia, sobre todo en aquel en la agencia France Press. Fumaba y bebía vino. Y conservaba un papel atrapado en el rodillo de su máquina de escribir que le recordaba que había un cuento pendiente, un texto que se escribía lentamente, día a día, párrafo a párrafo. Vivía con Alida y su hijo Julito. No recuerdo que fuera al cine o al teatro. No salía. Vivía con las justas, dosificando, guardando energías para escribir.

"ALIENACIÓN"
Sus novelas no fueron gran cosa. En todo caso, la mejor de todas fue la primera, Crónica de San Gabriel. Antes de conocerlo había escrito la mayoría de sus novelas: Los geniecillos dominicales y Cambio de guardia. Con la enfermedad optó por géneros cada vez más breves, como la prosa apátrida, los dichos de Luder, el diario íntimo. No tuvo suerte con las ediciones y en casi todas ellas hubo un percance técnico o una errata garrafal. La edición de Los geniecillos dominicales en Populibros fue un desastre. Era casi otra novela de la cantidad de erratas que contenía. Cuentan los amigos que en una edición francesa apareció la fotografía de un hombre negro en lugar de la suya en la contraportada del libro. "No es que sea racista -dijo en aquella oportunidad- pero me incomoda que ninguno de mis cuentos trate el tema racial. Podrían pensar que soy un alienado". Dato curioso, uno de sus mejores cuentos posteriores se llama justamente "Alienación", y narra la historia de un negro peruano que se lacia el pelo y pasa de llamarse Roberto López a Robert López y de allí, simplemente, a Bob, en su proceso de incorporación a la sociedad norteamericana. En Lima le publicaron una antología de algunos de sus cuentos y la única errata estaba en la carátula: La juventud en la otra rivera. Era su sino. Julio Ramón nunca se quejó de su suerte. Vivía con medio estómago, era escuálido, pero sonreía a menudo y no se desesperaba en la búsqueda del agotador reconocimiento literario.

A primera vista la obra de Julio Ramón Ribeyro se nos presenta como magra. Sin embargo, a pesar de los embates que tuvo que soportar, en realidad es bastante gruesa: sus cuentos, sus novelas, su teatro, sus ensayos, sus diarios, sus dichos. Me da la impresión de que el método de escribir de Julio Ramón era bastante heterodoxo, porque no es que se fuera a su escritorio a escribir, sino que lo hacía a lo largo del día y de la noche. Escribía intercalando otras actividades. La literatura había impregnado la totalidad de su vida y se llevaba a cabo entre las comidas, las conversaciones, las siestas y los partidos de fútbol en la televisión. Cuando decidió regresar a Lima y se instaló en Barranco lo hizo para arreglar sus últimos papeles. Quizá escribió uno o dos cuentos, pero su esfuerzo final se concentró en corregir y continuar su diario. Diario que permanece en gran medida inédito.

A PECHO POR EL LITORAL LIMEÑO
Julio Ramón era miraflorino, hijo de una clase media circunscrita al popular barrio de Santa Cruz, hincha elegante de la "U" y alumno ilustre del colegio Champagnat. Estudió los siete años de la carrera de Derecho en la Universidad Católica del Perú (que le debe un homenaje) y su estatua (una cabeza, en realidad) se encuentra en el penúltimo óvalo de la avenida Pardo, cerca de la calle Cesáreo Chacaltana. Ese era su mundo cuando lo conocí en París en 1972 y lo siguió siendo durante los años restantes. Al instalarse en Lima tuvo que comparar los recuerdos de su barrio con aquel que sufría todos los gravitantes cambios de la sociedad peruana. Por cierto que Julio Ramón no fue ni revolucionario ni conservador, y constatar aquellos cambios no le perturbó el humor. Estar cerca al mar era suficiente para él. Las historias que contaba como eximio nadador o sus travesías a pecho por el litoral limeño, me dejaban perplejo. Yo miraba a una persona flaquísima, que se había dejado crecer un inmenso bigote negro y él me respondía furioso: si yo ponía en duda el hecho de que había sido un gran nadador y un habilidoso "insider" en el fútbol, no podríamos ser amigos. Todo lo podía poner en duda menos esos dos hechos fundamentales. Después nos reíamos. Lo que no puse en duda jamás fue la calidad de sus cuentos, la profundidad de sus Prosas apátridas y el humor de los Dichos de Luder. Para que no haya duda lo visito de vez en cuando en Tarma y camino por el rosedal de Silvio en aquella hacienda que hoy es hotel. Puedo decir sin duda alguna: ese rosedal existe como existe el puerto de Blanca Varela.


Existir es nuestra gran victoria

Existir es nuestra gran victoria Las paradojas y el escepticismo de Prosas apátridas

Por Carlos López Degregori

En el ámbito de la obra de Julio Ramón Ribeyro, las Prosas apátridas representan el itinerario de un hombre que asume un destino y conquista, sin proponérselo, una saggese. No es errado, por ello, adentrarse en estos textos como quien se sumerge en las estancias de un monólogo o espía las páginas privadas de un diario personal del que se han salvado fragmentos "sin destino ni función precisa".
Desde un punto de vista formal, y como los mejores intérpretes de este libro lo han señalado, su expresión halla en el micro-ensayo, la confesión abierta, el apunte y el fragmento marginal e inconexo, su razón de ser que instaura una "incoherente coherencia". Vale aquí la pena atender la sugerencia de Alberto Escobar que descubre en la Prosa 149 la exacta definición de cada uno de sus fragmentos y del libro que los ordena:

Imaginar un libro que sea desde la primera hasta la última página un manual de sabiduría, una fuente de regocijo, una caja de sorpresas, un modelo de elegancia, un tesoro de experiencias, una guía de conducta, un modelo para los estetas, un enigma para los críticos, un consuelo para los desdichados y un arma para los impacientes. Por qué no escribirlo? Sí, pero ¿cómo? y ¿para qué? (PA: 149)
El libro reclamado no es otro que Prosas apátridas, y la ausencia de un centro le permite ser simultáneamente sabiduría, regocijo, sorpresa, enigma y modelo de conducta. Sin embargo, este designio multiforme de sus componentes, encuentra su afinidad en el escepticismo que es la única sabiduría que puede con lucidez y honestidad entregarse.
Si toda clasificación es arbitraria, este afán ordenador es aún más espinoso en un libro que quiere ser al mismo tiempo tantas cosas diferentes y ninguna. No obstante, y sin ánimo de ser exhaustivos, estos apuntes giran en torno a unas cuantas obsesiones: la condición humana con sus parcelas de amor, amistad, desesperación, tiempo y muerte; la literatura y la expresión artística; el desenmascaramiento de nuestros ritos, pequeños vicios y comportamientos cotidianos. Su dinámica es pasar de las abstracciones y generalidades intemporales a lo presente y concreto en un movimiento pendular, y las iluminaciones que van surgiendo se comportan siempre como acercamientos o posibilidades, nunca como verdades inconmovibles. Bien puede reparar el lector en las duras palabras de la Prosa 124: "Todo tiene importancia, nada tiene importancia, aquí, ahora". La paradoja y la sinrazón, nos recalca Ribeyro, son la única sabiduría: vivir en forma simultánea la duda y la seguridad, pisar la tierra firme y hundirnos en arenas movedizas. El resultado no funciona, por supuesto, bajo los criterios de verdad-falsedad o aceptación-rechazo, y sólo le resta al lector quedarse con perplejidades, veladuras, contradicciones.
La existencia como anécdota banal o viaje ciego es el centro de la visión ribeyriana. Casi podríamos elegir al azar cualquier fragmento de este libro para corroborarlo, pero probablemente tenga su enunciación más transparente en la segunda Prosa:

Vivimos en un mundo ambiguo, las palabras no quieren decir nada, las ideas son cheques sin provisión, los valores carecen de valor, las personas son impenetrables, los hechos amasijos de contradicciones, la verdad una quimera y la realidad un fenómeno tan difuso que es difícil distinguirla del sueño, la fantasía o la alucinación.

El desamparo que deja este texto en el ánimo del lector es absoluto y lo endurece para resistir las escépticas palabras que hallará en cada página. Sin embargo, ante el escepticismo pueden contraponerse algunas ilusiones y siempre podemos aguardar la aparición repentina de "una flor, una figura"(PA: 138). Esas flores y figuras, que tal vez otorguen alguna justificación oculta a nuestra existencia pueden manifestarse en el lento recorrido por el cuerpo amado (PA: 5); en la amistad donde cada amigo es "dueño de una gaveta de nuestro ser " (PA: 39); o en el dominio inocente de la infancia porque en ella no ha caído aún la "maldición de la duda" (PA: 19). Incluso es posible fabricar, dudando de la duda misma, un deseado "esplendor":
Me despierto a veces minado por la duda y me digo que todo lo que he escrito es falso. La vida es hermosa, el amor un manantial de gozo, las palabras tan ciertas como las cosas, nuestro pensamiento diáfano, el mundo inteligible. (...) Nada en consecuencia será desperdicio: el fusilado no murió en vano, valía la pena que el tenor cantara ese bolero, el crepúsculo fugaz enriqueció a un contemplativo, no perdió su tiempo el adolescente que escribió un soneto, no importa que el pintor no vendiera su cuadro, loado sea el curso que dictó el profesor de provincia, los manifestantes a quienes dispersó la policía transformaron el mundo, el guiso que me comí en el restaurant del pueblo es tan memorable como el teorema de Pitágoras, la catedral de Chartes no podrá ser destruida ni por su destrucción. (PA: 150)

Esta letanía invertida no puede anular, a pesar de los deseos y la imaginación, nuestra naturaleza banal y siempre propensa a la derrota: "somos un instrumento dotado de muchas cuerdas, pero generalmente morimos sin que hayan sido pulsadas todas (...) Dimos siempre la misma nota" (PA: 97). El abismo que existe entre nuestras ilusiones y realidades es infranqueable y esa "única nota" que repetimos es, por supuesto, la de nuestra desesperanzada condición. Sin embargo, una confianza paradójica parece alentar en los vacíos y silencios de este libro. Terminemos leyendo la Prosa 200 que cierra la segunda edición aumentada:

La única manera de continuar en vida es manteniendo templada la cuerda de nuestro espíritu, tenso el arco, apuntando hacia el futuro.

Nuestro trayecto bien puede ser banal y aferrado a esas "flores y figuras" que nos proponemos como falsas esperanzas, pero eso no invalida la belleza y el esfuerzo de seguir adelante. Existir, parece decirnos Ribeyro, es nuestra gran victoria.


En clave fantástica


En clave fantástica
Por Ricardo González Vigil

La mayor parte de la obra de Julio Ramón Ribeyro se sitúa dentro del realismo. Sin embargo, la literatura fantástica también lo atrajo, sobre todo en sus inicios literarios. Su primer cuento se apartó de la noción de realidad reinante, con una mezcla de lo insólito y lo grotesco, marcadamente satírica, que recuerda a Gogol (verbigracia, "La nariz"): "lo escribí casi al final de la secundaria, en quinto año (.). Su título era `La careta´ y narraba la historia de un individuo que, para entrar a una fiesta, se coloca una máscara de burro. Cuando la fiesta termina y el individuo sale, no se puede quitar la máscara. Se le había quedado pegada al rostro. Y entonces ocurre que, a partir de ese momento, comienza a triunfar en la vida" (Fernando Ampuero, Gato encerrado; Lima, Peisa, 1987, p. 142). Casi todas las narraciones de 1949-1953 que Jorge Coaguila rescató en Ribeyro: la palabra inmortal (1995) ostentan, en mayor o menor medida, rasgos fantásticos, predominando el magisterio de Kafka. Añádase que en sus libros de cuentos (reunidos en La palabra del mudo) incluyó tres muestras fantásticas de esa época: "La insignia" (escrito en 1952), "Demetrio" (1953) y "Doblaje" (1955). Aunque en menor cantidad persistió en hilar textos fantásticos en las décadas siguientes, con una calidad literaria que no desluce, ni mucho menos, al lado de sus mejores relatos realistas.

Tengamos en cuenta que Ribeyro fue un escéptico que todo lo cuestionó, sin creencias ni convicciones definitivas en ningún terreno. Lo resume bien su "alter ego" Luder: "Es penoso irse del mundo sin haber adquirido una sola certeza -dice Luder-. Todo mi esfuerzo se ha reducido a elaborar un inventario de enigmas" (Dichos de Luder, 1989). Repárese en que Luder significa Jugador (del latín `ludo´, juego), nombre que concuerda con el de ese otro "alter ego" (un adolescente que anhela ser escritor) que es el protagonista de la novela Los geniecillos dominicales (1965): Ludo Totem. Como el escéptico Borges, reduce la literatura (en verdad, la cultura toda, desnudando su vaciedad) a un juego, lejos de toda pretensión de "representar la esencia de lo real", "iluminar las profundidades de la condición humana", "brindar paradigmas de conducta", etc.

Precisamente lo medular en la literatura fantástica es que hace trizas los criterios de realidad en que se apoyan los realistas: los principios lógicos de identidad y no contradicción; las leyes de la causalidad; el carácter lineal e irreversible del tiempo; los limites entre vigilia y sueño, realidad y ficción, etc. En "La insignia" Ribeyro extrema lo insólito hasta llevarlo al salto cualitativo de resultar imposible: el protagonista llega a presidir una institución ignorando todo de ella como en el primer día en que, sin buscarlo, lo integraron a ella (lo cual resulta un estupendo simbolismo de cómo las personas, desde que nacemos, actuamos imitando lo que vemos a nuestro alrededor, sin saber nunca cabalmente de dónde venimos, por qué existimos, etc.). En "El libro en blanco" nos enfrenta a un libro que, sin explicación racional alguna (¿es un objeto mágico o diabólico?), acarrea esterilidad y destrucción. En "Doblaje" ofrece una variante ingeniosa de uno de los temas clásicos de la imaginación fantástica (Hoffmann, Poe, Dostoievski, Cortázar, etc.): la existencia de un `doble´ (en alemán: doppelgänger) antagónico. Y los juegos con el tiempo estructuran "Demetrio" y "Los jaracandás", con una orientación psicológica y vivencial (y no metafísica y especulativa, como la que caracteriza a Borges): el calendario no sirve para "medir el tiempo interior de cada persona, que es en definitiva el único tiempo que interesa. Nuestra duración interior no se puede comunicar, ni medir, ni transferir. Es factible vivir días en minutos e inversamente minutos en semanas" ("Demetrio"). Convergentemente, la distancia espacial es anulada: un pisapapeles arrojado en Lima termina cayendo en Bélgica ("Ridder y el pisapapeles").

En el caso de Borges el escepticismo lo llevó al cultivo exclusivo de la narrativa fantástica (a partir de "El jardín de senderos que se bifurcan", 1941), al punto de sostener que hasta el realismo era una de las ramas de la literatura fantástica porque maneja convenciones sobre lo real no menos arbitrarias ni ficticias que las de la fantasía consciente de serlo, así parodió la narrativa realista en "El informe de Brodie" (1967). En cambio, Ribeyro cultivó preferentemente, y de una manera creciente a partir de 1954, la narrativa realista, pero entregándose a un realismo que calzaba con su escepticismo: un realismo desencantado, de "ilusiones perdidas" (Balzac), donde los ideales y las convicciones, igualmente los deseos (incluyendo los turbios) y las maquinaciones (dictadas por un afán de comportarse sin escrúpulos morales, como los demás) naufragan, casi sin excepciones (el mayor contraste es la rebelión y la lucha presentadas en "Tres historias sublevantes" 1964). En su cuento más admirable (complejo y simbólico como el mejor Borges), "Silvio en El Rosedal" (1977) la realidad ramplona sofoca toda salida trascendente (juguetonamente simbólica: Paternoster, Salvatore, Rosedal, el supuesto mensaje de las rosas formando la palabra SER o RES) que permitiría hasta una explicación fantástica del orden de las rosas; perdidas las ilusiones, Silvio se siente estoicamente liberado, dueño de sí mismo.


El cazador sutil

Un breve panorama

El cazador sutil

La obra de Ribeyro es heterogénea a primera vista, pero una íntima unicidad le da coherencia y resonancia: se trata de un legado lúcido y sentimental que tiene como ejes centrales la ética de la escritura y la auscultación del individuo contemporáneo.

Por Peter Elmore

Cuando Julio Ramón Ribeyro falleció en Lima, a fines de 1994, no existía duda en el Perú sobre la dimensión de esa pérdida: el consenso de los lectores -que, en su caso, fueron inusitadadamente numerosos- lo había consagrado ya por lo menos desde inicios de la década del 70 como el mejor cuentista peruano del siglo XX. El reconocimiento en el país de origen, donde alcanzó el estatus de un clásico contemporáneo, contrasta con su casi secreto prestigio en otras tierras. Julio Cortázar e Italo Calvino se cuentan en el número notable y minoritario de quienes, sin compartir la nacionalidad del escritor, lo leyeron con cómplice admiración, pero en las nóminas de los autores latinoamericanos más divulgados no figura aún su nombre. Narrador famoso en el Perú, autor de culto en el extranjero: esa bifurcación paradójica tiene que ver, en parte, con la manera en que ha circulado la escritura de Ribeyro.

Durante la década del sesenta, cuando el Boom de la nueva novela abrió un vasto mercado internacional a la literatura moderna latinoamericana, Julio Ramón Ribeyro miró a la distancia y con cierta displicencia ese fenómeno. Varios de los libros que publicó en esos años -la novela Los geniecillos dominicales o la colección de cuentos Las botellas y los hombres, por ejemplo- aparecieron en ediciones clamorosamente descuidadas. Radicado en París, donde vivió desde fines de los cincuenta hasta principios de la década del noventa, poco podía hacer Ribeyro contra los duendes de las imprentas limeñas. El premio Juan Rulfo, que se le concedió en 1994, quería extender el radio de difusión de su obra y confirmar la importancia del escritor. A la larga, el homenaje en Guadalajara resultó casi póstumo y se realizó sin su presencia, pues ya el autor de "Silvio en el Rosedal" agotaba sus últimas semanas: la situación misma parece imitar las ficciones de Ribeyro, que con frecuencia destilan una melancólica ironía y un gusto marcado por los destinos crepusculares.

Ciertamente, el éxito no fue la meta de quien comenzó a publicar en 1992 sus diarios de juventud y madurez bajo el título general de La tentación del fracaso. Lo que guió a Ribeyro -cuya obra temprana surge en un medio indiferente, si no hostil, a la profesión literaria- fue la voluntad de afirmar la propia vocación, al punto de que el diario es menos un cuaderno de bitácora autobiográfico que un laboratorio donde el autor examina tanto su oficio como su condición de artista. Antes, observa Ribeyro, en el Perú había "diarios de exploradores, viajeros o funcionarios", pero el suyo es el primer diario de escritor. De él habría de espigar los fragmentos que conforman Prosas apátridas (1975), ese texto sui generis, hecho de retazos narrativos y ensayísticos, cuya forma híbrida y ánimo reflexivo evocan Le spleen de Paris, de Baudelaire. El libro, editado en Barcelona por Tusquets, fue el primer volumen de Ribeyro que alcanzó divulgación más allá de las fronteras nacionales. Aun antes de que sus ficciones narrativas se difundieran, Prosas apátridas bastó para que en ciertos círculos españoles comenzara su fama de autor de culto. Sobre ese volumen anotó Mario Vargas Llosa: "Libro inclasificable y marginal, compuesto sin designio preciso, al correr de los años, en momentos de entusiasmo y desesperación, al sesgo de su trabajo de narrador, tiene de diario secreto y de libro de aforismos, de ensayo filosófico y borrador de ficciones, de poesía y de tratado moral. Pero es, sobre todo, un testimonio -de prosa exacta e incitantes ideas-del propio Julio Ramón Ribeyro".


Lúcido y sentimental

Fue recién en 1972, gracias a la publicación por Milla Batres de los dos primeros tomos de La palabra del mudo, que los lectores peruanos pudieron por fin leer los cuentos de Ribeyro en una edición digna de su contenido. En esos tomos iniciales se reunió lo que hasta entonces era toda la narrativa breve de Ribeyro. Ahí se hallan, por ejemplo, los admirables cuentos neorrealistas de Los gallinazos sin plumas (1955), que imaginativamente incorporan la lección formal de Dublineses, de James Joyce, al empeño de dar cuenta de los dramas anónimos que engendra el crecimiento urbano. También figuran incursiones en el relato fantástico, como las que incrustan una nota inquietante o lúdica en algunos de los Cuentos de circunstancias (1958) y Los cautivos (1972). En la mayoría de las ficciones de los dos primeros tomos de La palabra del mudo, que abarcan veinte años de trabajo creador, comparece un reparto de personajes regidos por los signos del desarraigo y la derrota. Luego, en 1977, apareció el tercer tomo, que incluye los relatos de Silvio en el Rosedal. El cuento titular cifra, magistralmente, el conjunto de la obra de Ribeyro: lúcido y sentimental, es tanto una inquisición en el arte de los signos como el retrato afectuoso de un ser que, en la opacidad de su existencia, siente el fulgor de la pasión y la herida del deseo.

El cuarto tomo de La palabra del mudo, editado por Jaime Campodónico, y Cuentos completos, en el sello Alfaguara, agregan en 1994 dos volúmenes autobiográficos: el irónico Sólo para fumadores y el nostálgico Relatos santacrucinos. Comedia humana en miniatura, la narrativa breve de Ribeyro se ofrece como un mosaico de la experiencia peruana -sobre todo, de la limeña-en tiempos de una modernización desigual y contradictoria. De ahí que sus personajes más representativos y entrañables sean, con frecuencia, hombres condenados a una vida gris, pero a los que calladamente agita el anhelo de ser reconocidos (es decir, de existir en la conciencia y la sensibilidad de los otros). Por lo general, se trata de pequeños burgueses a los que un incidente revela, con dolorosa precisión, la profundidad de su insignificancia. Son, por ejemplo, el Aníbal de "Espumante en el sótano", que tiene que limpiar los restos de la fiesta que él mismo ha organizado para celebrar su vigésimo quinto aniversario de empleado público, o el Matías de "El profesor suplente", que en su primer y último día de maestro descubre que no está a la altura de su vocación. El fracaso, que es un tema pertinaz en la obra de Ribeyro, muestra los límites de la movilidad social y, al mismo tiempo, expresa el malestar existencial de los sujetos. La carencia es el núcleo de la realidad, su centro vacío. Esa constatación no lleva a una actitud nihilista, pues el narrador se compromete, cálido e irónico, con los personajes cuyas circunstancias refiere. A la larga, no son imperceptibles ni irrelevantes: para el autor y los lectores, son sobre todo seres dignos de simpatía, individuos cuya humanidad dolida nos interpela moralmente.

Un ejercicio ético

Para Ribeyro, la literatura fue un ejercicio ético. No quiere esto decir que se imaginara como un fiscal o un predicador. La ética, en este caso, es la búsqueda (o la construcción) del sentido, la pregunta por el carácter del propio quehacer simbólico y su sitio en la sociedad. Sin duda, su obra suele fustigar injusticias (un título ejemplar es Tres historias sublevantes, que incluye el extraordinario relato "Al pie del acantilado"), pero a la preocupación social la complementa una poderosa corriente autorreflexiva, que fluye en La tentación del fracaso, en Prosas apátridas y en ficciones que tienen por tema la vocación literaria o la práctica de descifrar signos (como, por ejemplo, la primera y mejor de sus tres novelas, Crónica de San Gabriel, y "Silvio en el Rosedal").

n su último año de vida, Ribeyro afirmó en el prólogo de su Antología personal: "Lo importante no es ser cuentista, novelista, ensayista o dramaturgo, sino simplemente escritor". Esa convicción anima su obra, a primera vista heterogénea, y garantiza su íntima unidad.



Una mirada a la Lima de Ribeyro

Una mirada a la Lima de Ribeyro

Las ciudades son invenciones de los escritores. Como imagen o metáfora esta verdad atraviesa la modernidad. ¿Podemos pensar París al margen de la tradición realista del siglo XIX? ¿Podemos reconstruir el esplendor decimonónico de la ciudad francesa y omitir a Baudelaire?

Así, Ribeyro es el gran escritor peruano del siglo XX; inventa Lima. La enuncia y la recrea desde diversos puntos de vista. Desde las ópticas del matón, del marginal, del militar encaramado en el poder, del burócrata frustrado, de la prostituta cómplice, del artista desadaptado. Perspectivas desde diversos lugares de la sociedad centradas en un espacio específico. Aunque hablar de la supuesta unidad de Lima sea un artificio. La capital del Perú es más bien un mosaico que se reproduce y se ramifica , que cambia de colores y temperaturas.

Sin embargo, la obra de Ribeyro está suspendida en un momento de la historia. Acontece en gran medida en un escenario de los años cincuenta. Un espacio ocupado por la estolidez de la dictadura militar; atravesado por un conservadurismo intolerante y por su contraparte, una moral prostibularia.

ETERNAMENTE EN LOS CINCUENTA

He aquí una comprobación que despierta inexorablemente una pregunta: ¿Por qué Ribeyro no actualiza sus representaciones de Lima? La pregunta considera implícitamente que incluso sus últimos textos -Los relatos Santacrucinos- están inmersos en la nostalgia; son historias que acontecen en las décadas del 40 y del 50.

Una respuesta posible es que el escritor vive desde temprano en un exilio artístico. La imagen de Lima que utiliza en dos de sus novelas y en sus relatos es la que conoce de forma directa.
Esta imagen notoriamente lejana, prevelasquista, anterior al desborde popular, es una imagen criolla de lima. Sebastián Salazar Bondy sostiene que lo criollo como concepto corrió un trayecto sinuoso.

Sobreviven con vigor la beatitud y el libertinaje típicamente criollos. En Cambio de guardia y sobre todo en Los geniecillos dominicales se extienden por igual las imágenes que al combinarse producen a Lima como un espacio de versiones morales radicales. La madre de Ludo Tótem es una mujer beata mientras el personaje central es notoriamente hedonista.

Así, en el diagrama construido por el autor también se encuentran los marginales. Al pie del acantilado o los Gallinazos sin plumas son reflejos de ese sector; expresiones que desmitifican una visión marginal de Lima solo a partir de los años sesenta. Hacia el año 1950 Lima tiene casi 100 barriadas. Pero esta marginalidad no es el desborde. No son las grandes invasiones de los conos. Son pequeñas escaramuzas con la ley; son formas de habitar la ilegalidad sin cambiar en ningún momento el espíritu de la ciudad. Los habitantes de las barriadas retratadas por Ribeyro no imponen ningún estilo, no cambian la estética de la ciudad y sobre todo, no crean ninguna dinámica de desarrollo económico; no se perfilan como futuros consumidores. Los pobres son pobres pasivos, resignados o algunas veces rebeldes. La lógica instrumental que los victimiza es asumida la mayor parte de veces como algo natural por ellos mismos.

Otros intérpretes como Cristiane Alvarez consideran que Ribeyro retrata los signos de la decadencia limeña señalada por la migración a la capital desde la provincia a partir de los años cincuenta. Según Alvarez, Ribeyro opone el mito de la ciudad colonial de su infancia al antimito de la ciudad invadida de su adultez.

Este argumento, a pesar de hallarse seriamente documentado, no parece reflejar correctamente el fenómeno de la migración. Sin embargo, nos remite a otro aspecto señalado por el mismo Ribeyro en La tentación del fracaso: la nostalgia constante acerca del bien perdido atraviesa su obra. Sus antepasados coloniales, oidores o rectores no tienen contacto con un hombre que ya no goza de privilegios y que se encuentra en una situación de pérdida constante. Uno de sus cuentos, El polvo del saber refleja simbólicamente el desplazamiento social. Una biblioteca que pertenece a un pariente suyo corre una suerte que en verdad es la suerte de la decadencia social.

(Gabriel Icochea)


Cosas raras que le pasaban a Julio Ramón

Cosas raras que le pasaban a Julio Ramón

Algunas peripecias vitales de Julio Ramón Ribeyro, irónicamente, guardan una secreta relación con muchas de las que vivieron los propios personajes de sus cuentos. Quién mejor que un entrañable amigo del escritor para revelarnos una trama que a simple vista podría parecer inverosímil.

Por Fernando Ampuero

Sé bien que en esta edición de homenaje a Julio Ramón Ribeyro participan estudiosos que sabrán exponer con mayor rigor que yo sobre su extraordinaria obra, separándola del individuo y el escritor, y, en lo que respecta a la vida misma de Julio Ramón, tendrán también mucho que decir. No es mi propósito terciar en esas lides. Mi intención más bien se reduce a trasmitirles un atisbo, algunas impresiones personales. A Julio Ramón yo llegué como lector y como amigo. Como lector, por cierto, lo he leído tomando las distancias del caso: obré como lo hace cualquier lector común y corriente, que busca a un tiempo gozar de la lectura y comprender el mundo en que vivimos; como amigo, ni qué decir, lo he leído intentando descifrar ese mágico comercio entre vida y literatura, entre vicisitudes particulares y peculiar percepción del mundo, a fin de desentrañar en Julio el misterio de la fragilidad y la entereza, dos de los componentes que contrastaban su personalidad. Pero lo he leído además como un mero detective del juego verbal, como un escritor lee a otro a escritor; es decir, analizando y celebrando con enorme interés los hallazgos de lenguaje, los vericuetos de la trama, el diseño de sus personajes, los rizos poéticos, la sencillez, la profundidad y la eficacia de su prosa, la emoción monda y lironda que mueve la mayor parte de sus historias.

Julio Ramón ha escrito novelas, teatro, prosas, pero, en opinión de muchos de sus lectores, ha invertido tripas y corazón en el cuento, un género que, en este lado del continente americano, tiene una vieja tradición de brillantes autores. En ese frente se alinearon las crónicas de Indias en la colonia y el costumbrismo en la república, y, ya avanzado el prolífico siglo XX, Borges, Cortázar, Quiroga, García Márquez, Rulfo, Fonseca, Arreola, Onetti y Benedetti, por citar algunos nombres. En el Perú, Ricardo Palma y Abraham Valdelomar fueron dos maestros del relato corto, siendo Valdelomar, sin duda, el fundador del cuento moderno. Julio Ramón nació como hombre de letras al amparo de tales autores, pero abrevando en las fuentes de los maestros rusos y franceses del siglo XIX, Chéjov, Turgeniev y Maupassant. Y decidió, en pleno siglo XX, escribir como un autor decimonónico. Lo decidió por vocación, por un deseo de cuajar un estilo limpio y despojado de extravagancias y ornatos inútiles, y porque no hacerlo de esa manera habría sido ir contra su naturaleza. Sin embargo, todo lector suyo sabe que se trata de un autor que también ha leído, y con gran dedicación, a Kafka y a Joyce, y que, pese a emular el tono de la escritura decimonónica, es inevitablemente un escritor contemporáneo.

Julio Ramón escribió como un clásico y se convirtió en el más moderno de nuestros clásicos. Sus libros de cuentos, los diferentes volúmenes que conforman La palabra del mudo, revelan esa infrecuente condición que mantienen sólo obras como el Diccionario Filosófico de Voltaire: la lozanía. La prosa de Ribeyro es clásica por su belleza, por su cristalina precisión y, fundamentalmente, por su radiante frescura. Es una escritura que fluye como agua fresca, una prosa que no envejece.

Obviamente Ribeyro no fue un autor de vanguardia, tal como se acostumbra decir en alusión a la fila de avanzada de los ejércitos, sino más bien de retaguardia, ya que él se ubicó en la tropa que recoge los heridos y los muertos que caen en combate, pero que, de hecho, es igualmente importante para dar solidez, empuje y cobertura a los movimientos ofensivos. Su gran temor, me lo confesó en cierta ocasión, era convertirse en una antigualla, un autor anacrónico. Algunos críticos, confundidos por sus maneras, lo vieron así. A estas alturas, no obstante, fuera de constituirse en el cronista más penetrante y compasivo de las clases medias de su tiempo, resulta siendo el más moderno y vigente de nuestros clásicos.

Pero, en fin, yo no quiero hablar de esto, sino más bien de la persona, del amigo, de ese individuo tan especial que fue Julio Ramón, a quien yo conociera hace treinta años en París y con quien tuve el placer de compartir innumerables veladas en Lima durante sus últimos años de vida

JULIO RAMÓN Y SUS DOBLES

De Julio Ramón, para empezar, yo tengo imágenes definidas que corresponden a dos épocas muy diferentes: Julio, el amigo mayor de principios de los años setenta: el hombre inteligente, sensible, cálido y distante a un tiempo, que era la discreción personificada, la más compleja aleación de esos duros metales del alma -la timidez y la generosidad-, y, sobre todo, que encarnaba el punto de referencia para todos los escritores jóvenes peruanos que viajábamos al viejo mundo: Julio Ramón, nuestro hombre en París. O bien, el otro Julio, que surge veinte años después, tras su larga enfermedad, tras su inverosímil flacura, tras los disimulados bostezos de hipopótamo que le suscitaba la carrera diplomática, un Julio Ramón cálido y elegante como lo fuera en todo momento, pero esta vez pletórico de ideas, ávido de aventuras, con las ganas de vivir de un adolescente y dispuesto a celebrar tertulias tres o cuatro veces por semana en bares, restaurantes o en la agradable terraza de su departamento barranquino mientras la noche avanzaba y la brisa marina nos refrescaba y revolvía el cabello; Julio, en fin, el socio del velero soñado que nunca llegamos a comprar, el ciclista con quien fatigamos (él, por supuesto, en tramos cortos, pero enérgicamente pedaleados) los malecones de la Costa Verde, y Julio, por último, el cómplice de la luna a altas horas de la madrugada, horas en que dejaba salir a su otro yo, el sutil Dostoievski o el cabalista jugador de la ruleta, de quien he hablado en otros artículos.

¿QUÍEN ES ESTE NEGRO?

A Julio Ramón, lo he dicho siempre, y lo digo ahora una vez más, le pasaban cosas raras. Todos conocen, me parece, la famosa anécdota sobre sus primeros cuentos traducidos al francés. Julio Ramón, que ya llevaba varios años en París, se sentía muy contento y ansioso por ver aquel primer libro en la lengua de Flaubert, y, bueno, este no tardó en llegar a sus manos, pero su alegría duró los pocos segundos que nos toma echar un vistazo a la tapa y contratapa de un nuevo volumen. La editorial había cometido un grave error: equivocó la foto del autor. En vez de su rostro, aparecía el retrato de un negro, un escritor africano de idioma portugués que tenía su apellido. Julio Ramón se quedó helado. Por varias horas, según me dijo, permaneció escondido en su casa, angustiado y sin saber qué hacer. Para entender esta reacción, este pantano de inquietudes e incertidumbres, hay que tener en cuenta que Julio era una persona retraída, solitaria, parca y muy respetuosa de los buenos modales.

No sabía de qué manera quejarse, por ejemplo. No sabía si llamar por teléfono o presentarse en la editorial, ni sabía tampoco en qué tono de voz tenía que reclamar. Padecía esos desgarradores trances psicológicos que solo sufre la gente tímida: rigidez muscular y una suerte de alborotado vacío mental. Lo que más temía era que su protesta pasara por racismo. Y estuvo a punto de resignarse a que ese señor, el negro de la foto, sea el Ribeyro de sus cuentos. Pero al final, haciendo fuerza de flaquezas, tuvo el valor de visitar la editorial, y, entre balbuceos, deshaciéndose en disculpas, pidió que, por favor, si es que no era molestia, corrigieran el error.

Soy consciente de que el Ribeyro que aquí les muestro parece alarmantemente un personaje de Alfredo Bryce, amigo de su larga estancia parisina, pero les aseguro que este Ribeyro no es de Bryce, sino del propio Ribeyro, un señor muy tímido a quien le pasaban cosas muy raras.

LAS CUCHARITAS DEL HOSPITAL

Cosas raras, sí. Tan raras, y a la vez tan intensamente dramáticas, como lo que le sucediera treinta años atrás, en un hospital público de Francia, cuando Julio Ramón, convaleciente de una operación de cáncer al estómago, advirtió que su vida dependía de las cucharas y cucharitas que él pudiera robarse de las bandejas de otros pacientes. Julio Ramón se hallaba en la peligrosa sala común de ese hospital. Se le veía sumamente delgado y se dudaba de su recuperación. Los médicos proporcionaban mayores cuidados y mejor comida a los pacientes que subían de peso. Los pacientes se pesaban a diario, y aquellos que ganaban peso a lo largo de varios días recibían una amplia sonrisa de aprobación y eran trasladados a una sala especial, en tanto los otros seguían en la sala común, considerada por los pacientes y el personal médico como el moridero, pues allí todos los días le ponían el biombo a más de un enfermo a punto de palmarla.

Julio Ramón, consciente de la crucial importancia del peso, vivió la hora de la balanza con el suspense de una película de Hitchcock. Temía ser descubierto. "Fueron momentos de gran tensión y autocontrol", me dijo, "en las que debía ingeniármelas para esconder disimuladamente en los bolsillos de mi piyama y mi bata las cucharas y cucharitas que me robaba a fin de subir varios gramos por día a la hora de pesarme". Ese peso ficticio, ese peso adicional, le salvó la vida. Lo pasaron a la sala especial, donde se alimentó mejor, y, gracias a ello, mejoró su salud y vivió veinte años más.

Para tales situaciones, que lo dejaban a todas luces al borde del abismo, como para aquellas por las que solían atravesar los personajes de sus cuentos, seres ingrávidos y apocados, Julio tuvo siempre una mirada comprensiva e irónica. Él pensaba que, frente a los embates de la vida, en los que tantas veces se nos pone a prueba, había que responder con igual coraje y serenidad: desenvainando una sonrisa de esgrimista.

SE ROBARON A JULIO RAMÓN

Y la vida, de hecho, lo despidió así, con ironía, con una leve sonrisa, como si emulara el destino que él tantas veces confiriera a sus personajes. Yo tengo fresco en la memoria el día en que, desde México, una voz amiga le anunció el consagratorio premio Juan Rulfo, reconocimiento que alegró mucho a Julio, pero que no alcanzaría a recibir, pues falleció a las pocas semanas de la ceremonia de entrega. Julio me había llamado para darme la noticia, pidiéndome que la mantuviéramos en privado; hablamos del dinero, hablamos una vez más del bote a vela que íbamos a comprar y que nunca compramos, y, en fin, nos fuimos a tomar unas copas al bar de La Rosa Náutica, así como a probar suerte en la ruleta del casino que tenía entonces ese hermoso restaurante que está sobre el mar miraflorino. Fue un día de suerte para él, sin duda, ya que ganó en la ruleta. Y luego, a los pocos días, apareció el escultor, enviado por el premio Juan Rulfo, para hacerle unas fotografías (las hizo mientras almorzábamos en el barranquino restaurante del Negro Flores) y, basado en ellas, modelar y fundir en bronce su busto, el tradicional busto de autor laureado por el Rulfo.

Tras la muerte de Julio, una copia de aquel busto de bronce iría a coronar el céntrico pedestal del segundo óvalo de la alameda Pardo, en Miraflores, justamente el barrio de Julio, donde él pasó parte de su infancia y adolescencia, y donde, en cosa de meses, se rindió honor a su talento literario, dedicándole ese parque para el recuerdo.

Lo anecdótico y lo raro de esta historia - y estoy seguro de que Julio se habrá reído en silencio donde quiera que ahora se encuentre-, es que en menos de una semana su busto fue robado por unos fumones. Según la policía, lo robaron para venderlo al peso como bronce y con el dinero de la venta comprar más droga que los ayudara a seguir huyendo de este mundo.

Aquello, sí, parecía un final de cuento ribeyriano, con su sorpresa y su desencanto, con su encogida de hombros, con su resignada frustración, y sobre todo, con su silencio. De regreso de una cena, yo fui una noche, a eso de las tres de la madrugada, a mirar el pedestal vacío del parque dedicado a Julio. Hacía frío y no había nadie en las calles. De vez en cuando pasaba uno que otro lento y taciturno automóvil, y luego el silencio de la noche se podía tocar con las manos. Pero sin lugar a dudas, Julio estaba ahí, en ese frío y en ese silencio, en ese pedestal vacío, más presente que nunca.

Ahora han puesto en ese parque una réplica de su busto, pero hecha en cemento pintado de color bronce, para que no se lo roben otra vez, o para que no acabe en el suelo de un callejón en compañía de unos pobres muchachos que a lo mejor jamás supieron quien era Ribeyro, pero a quienes les correspondía, sin duda, su parte de herencia de la palabra del mudo.



La historia, el drama y la farsa

La historia, el drama y la farsa
Por Santiago Soberón

Julio Ramón Ribeyro y Mario Vargas Llosa son dos autores cuyas obras dramatúrgicas se han visto opacadas por sus respectivas obras narrativas. No se trata de dos autores que ocasionalmente han incursionado en el género dramático -si es que todavía es pertinente hablar de géneros-, ambos han logrado crear un corpus de piezas teatrales que denotan conocimiento y vocación por la escritura dramática.

En el caso de Julio Ramón Ribeyro es posible decir que confrontó distintas modalidades y estilos de escritura; transitó del drama con evocaciones históricas como Santiago el pajarero, hacia la farsa, como se observa en Los caracoles o Confusión en la prefectura (infaltable en los textos escolares de literatura), pasando por el drama realista, como Fin de semana (inspirado en su propio cuento La piel del indio no cuesta caro,) para desembocar en un drama histórico como Atusparia.

Desde mediados de los años 40 y hacia finales de los 60 había un movimiento teatral emergente en cuya corriente se insertó Julio Ramón Ribeyro. Muestra de ello es que uno de los grupos más importantes en la historia teatral peruana, Histrión, llevara a escena Santiago el pajarero en 1958, puesta dirigida por el director y también autor Hernando Cortés y musicalizada por el maestro Enrique Iturriaga.

Incluso, sorprende esta primera pieza porque no revela a un autor bisoño o balbuciente, sino a un escritor consciente de los recursos con que cuenta. Su estructura episódica, la confrontación entre el conservadurismo y la búsqueda de lo nuevo, la crítica social, la impecable trama y la recreación de la sociedad limeña del siglo XVIII son quizá algunas de las principales virtudes de la obra.

Santiago Cárdenas, personaje histórico rescatado por Palma en Santiago el volador, resulta un hombre con una perspectiva más allá de su tiempo, cuyo criterio de verdad está basado en la experimentación y no en el academicismo, precisamente la confrontación de esas dos visiones del conocimiento es el meollo del conflicto dramático que ha hecho pensar en algunos atisbos brechtianos en esta obra, sobre todo si se considera a Galileo Galilei.

Pero una pieza como El sótano (1959) evidencia la disposición del autor a explorar otras posibilidades, como crear dos espacios aparentemente paralelos (la sala de la casa y el sótano) para hacer del enclaustramiento propio y colectivo la metáfora del temor a los cambios sociales. El espacio escénico cobra un valor sígnico tan gravitante, como la obsesión del personaje protagónico Dalmonte de querer ocultar a su hija, Rosita; ya Vallejo, a su manera, planteaba años atrás un escenario con tres planos de representación en Lock out.

Si pensáramos en la relación o conexión que puede existir entre la narrativa y la obra dramática de Ribeyro, dos obras vienen a colación: Fin de semana y la farsa El último cliente. La primera toma la trama del cuento ya aludido y transfiere al teatro el dilema del personaje protagónico Hugo, entre sus principios o valores y sus posibilidades de éxito. Esta lucha con su propia conciencia lo convierte en un personaje falto de integridad y con una terrible sensación de carencia. El último cliente es una farsa sumamente cruel, en la cual un delincuente genera falsas expectativas a una solterona para robar todo lo que halla en la tienda donde ella trabaja y huir. La frustración y desilusión del personaje son familiares a muchos de los cuentos del autor. El énfasis en la mímica, en los códigos no verbales, que brota de las acotaciones sugieren que Ribeyro veía en la farsa una puerta abierta a nuevas posibilidades expresivas en la escritura teatral.

Atusparia (1981), la última obra del autor, trata del célebre personaje cuya gesta reveló una visión distinta de la historia oficial respecto de la guerra con Chile. Las notas preliminares reivindican la expresión verbal del texto teatral (son los años en que predominaba una corriente de cuestionamiento del texto a favor de los otros elementos del espectáculo). Este drama histórico pretende mostrar las actitudes y comportamientos significativos puestos en juego en una situación límite, sobre todo en el eje de oposición entre el maximalismo violentista de Uchcu Pedro y la actitud mesurada y más reflexiva de Atusparia.

Variado y abierto a múltiples opciones, el teatro de Julio Ramón Ribeyro es un corpus artístico que exige una mirada más atenta y una valoración más justa.



Los huaqueros (Cuento inédito)

Los huaqueros

Publicamos en exclusiva un cuento desconocido de Julio Ramón Ribeyro, que no figura en ninguna de sus antologías. Fuente: Diario El Comercio (Perú)

Este cuento de Julio Ramón Ribeyro fue publicado en francés y no se conoce su versión original en español. En 1964, el prestigioso sello Gallimard difundió una selección de relatos del escritor peruano traducidos por Annie Cloulas-Brousseau. El volumen recibió el mismo título que el primer libro de Ribeyro, Charognards sans plumes (Los gallinazos sin plumas), pero la docena de cuentos fue entresacada de las tres colecciones que había publicado hasta el momento (además del título ya citado, Cuentos de circunstancias y Las botellas y los hombres). "Les pilleurs de sépultures" (es decir, "Los saqueadores de tumbas", que hemos preferido traducir como "Los huaqueros", expresión peruana más acorde con la historia) es el único texto del conjunto que no pertenece a libro alguno. Tampoco hemos descubierto que haya sido publicado en algún suplemento o revista, como solía hacer Ribeyro antes de configurar una colección. Lo más probable es que fuera un cuento que acababa de escribir y que entregó directamente a la traductora como anticipo de su próxima obra. En todo caso, lo cierto es que nunca lo recogió en ningún libro posterior.

¿Por qué? Sólo cabe especular al respecto. Transcurrieron nueve años antes de que Ribeyro volviera a publicar sus cuentos en forma de libro, en este caso la recopilación titulada La palabra del mudo, en dos tomos editados por Milla Batres en 1973. Aunque esta reunión de su narrativa breve incluía dos colecciones nuevas,"Los huaqueros" no forma parte de ninguna. Por un lado, quizá Ribeyro juzgara que el relato no encajaba dentro de ellas, ya fuera por temática o estilo. Tal vez consideró que no su nivel no era el que pretendía o que su tono humorístico correspondía a una etapa creativa anterior y no a lo que escribía en aquel momento. Por otra parte, también es posible que se le traspapelara y que con los años se olvidara del mismo. En definitiva, si aún existe la versión original esta debe de hallarse en el archivo de Gallimard o de la traductora, o entre los papeles que dejó el escritor al morir. Por ello, ante las dificultades que supone su búsqueda y con el fin de poner al alcance de los lectores un cuento desconocido del legado ribeyriano, nos hemos arriesgado a traducirlo del francés. Y aun cuando "Los huaqueros" no figure como uno de sus mayores aportes al género, debemos convenir en que se trata de una historia muy divertida y que nos retrotrae a uno de los escenarios favoritos de la infancia miraflorina de Ribeyro, la huaca Juliana (en la que también se ambienta el cuento "Sobre los modos de ganar la guerra"), como se la denominaba entonces. Guillermo Niño de Guzmán

Los huaqueros
Por Julio Ramón Ribeyro

Poco después
de medianoche, el mulato Tobías y su compadre Filiberto salieron de sus casuchas y se adentraron en los solares de Santa Cruz. Cada uno llevaba sobre la espalda un saco lleno de herramientas. Una vez que la noche se hizo cerrada, caminaron agachados, camuflándose tras las paredes y los arbustos espinosos donde cantaban los grillos. Detrás de ellos soplaba una brisa fresca cargada de recuerdos y rumores marinos. Adelante sólo veían el contorno de la huaca Juliana que se destacaba bajo las pálidas luces de Miraflores.

-Entonces, ¿con qué crees que don Valeriano se ha hecho construir su quinta? -murmuraba Tobías-. Según las malas lenguas, con un tesoro escondido. Es la pura verdad, viejo. Además, he visto los aretes que le ha regalado a su mujer, esa que tiene la cara picada de viruela.
A medida que se acercaban a la huaca, se volvían más suspicaces. Había casas en los alrededores desde donde podían verlos y una pista por la que pasaban taxis rezagados. Cuando la vía estuvo desierta, la cruzaron de un salto y alcanzaron el cerco de la huaca.
-¡Llegamos! -suspiró Tobías-. Tenemos por delante unas cuatro horas de trabajo, antes de que comience a hacerse de día.
-Habrá que echar un vistazo.
A tientas, tropezando con adobes sueltos, dieron una vuelta a la pirámide de tierra. Podían empezar indistintamente por uno u otro lado, pero Tobías se obstinó en escrutar las sombras, como si buscara un rastro, una inspiración.
-Aquí -dijo al fin, señalando un talud que parecía el resto de un antiguo muro.
Sin mayor preámbulo, sacaron sus herramientas y se pusieron a trabajar. Sus picos golpearon el muro alternadamente, haciendo un ruido sordo y desprendiendo una polvareda seca que los asfixiaba. Los minutos pasaban y los adobes se acumulaban a sus pies, como testigos de la magnitud de su obra.
-Deberíamos haber traído una linterna -dijo Tobías-. En toda la tierra que hemos sacado tal vez haya algo escondido.
Filiberto comenzaba a aburrirse. Sus pestañas estaban cubiertas de polvo y la sed lo torturaba. Como la estrechez del hoyo cavado sólo permitía que entrara un hombre, se dio cuenta de que no era práctico trabajar en esas condiciones.
-Tendríamos que cavar uno después del otro -propuso-. Un cuarto de hora cada uno. Comienza tú. Mientras tanto, yo vigilo.
Tobías accedió y Filiberto, luego de haber sacado una botella de pisco, se sentó sobre un muro, a treinta metros de allí. La noche estaba tan oscura que no distinguía a su compañero. Sólo escuchaba la caída regular del pico y, a lo lejos, los ladridos de los perros en los jardines.
Después del segundo trago, empezó a sentirse inquieto. Un búho había ululado tres veces por la parte de las acequias. Las historias de profanadores de tumbas que fueron encontrados muertos y que le hacían reír durante el día, ahora le parecían verosímiles. Aguzó el oído, tratando de captar el sonido del pico de Tobías, pero no escuchó nada.
-¿Adónde te has ido, compadre? -dijo, mientras avanzaba con los brazos extendidos.
Nadie le respondió. Se detuvo y se quedó inmóvil para auscultar el silencio. Un búho volvió a ulular. A su izquierda, percibió los golpes del pico. Se guió por ese ruido y se acercó. Cuando dio algunos pasos, el ruido cesó. Sólo se veía una silueta negra, encorvada e inmóvil.
-¿Por qué no respondes, compadre? -dijo y avanzó-. Te estoy buscando como loco.
Como única respuesta oyó una suerte de estertor y le pareció que la silueta se difuminaba. Filiberto sintió que la botella se le resbalaba de las manos. ¿Qué le ha pasado a Tobías?, se preguntó. Buscó apresuradamente una caja de fósforos y encendió uno.
Frente a él, vio a un desconocido con el rostro descompuesto, acuclillado, con un pico en la mano. Filiberto sintió un nudo en la garganta y dejó escapar un grito de horror. El desconocido respondió, al unísono, con un grito parecido. El fósforo se apagó. Filiberto gritó de nuevo y la voz del otro respondió como un eco. Sin saber cómo, Filiberto terminó enlazado al desconocido, en medio de alaridos salvajes y de un olor a tierra seca que flotaba en el aire. Mejilla contra mejilla, cada uno intentaba tumbar al otro al suelo.
-¡Yo también estoy cavando!
Filiberto creyó oír que su adversario mascullaba estas palabras.
-Pero yo también.
-Y entonces, ¿por qué no tiene cuidado, maestro?
-Y usted, ¿por qué me agarra del cuello?
Se soltaron y se alejaron unos cuantos pasos.
-Alumbre para que pueda verlo -dijo el desconocido.
Filiberto encendió un fósforo. Mientras duraba la llama, se examinaron el uno al otro y luego estallaron en carcajadas. Buscaron la botella, bebieron a la salud de ambos y se pusieron a charlar. Pronto vieron llegar a Tobías, intrigado por todo ese ruido.
-Este es un colega -dijo Filiberto.
-Soy Andrés, el zapatero. Pero no estoy solo. Mi compadre Toledo se encuentra al otro lado, cavando con su pico.
-¿Cómo? ¿También hay otro? -preguntó Tobías, preocupado.
-La huaca es de todo el mundo, ¿no? Hay sitio para todos. Quiero llamar a mi compañero. Él tiene otra botella.
Algunos instantes después, los cuatro se hallaban sentados al pie de la huaca y hacían circular la botella de pisco para festejar por los tesoros enterrados. Habían olvidado momentáneamente el trabajo y se contaban, bajo secreto, historias de amigos que habían descubierto momias de oro macizo, mantos, brazaletes de plata. Excepto Filiberto, todos eran viejos buscadores que hacía años que venían, una vez al mes, a excavar en esta tumba y en otras similares. Pero hasta ahora sólo habían encontrado trozos de cerámica, huesos, conchas y botellas vacías de Coca-Cola...
-Todo está en tener suerte -dijo el mestizo Toledo-, pero también un poco de paciencia. A veces se sigue una buena pista, pero uno se cansa, se agota y se va y no vuelve más a ese lugar. Ya que somos cuatro, deberíamos aprovechar para trabajar duro y parejo en el mismo sitio. ¿Por qué no vamos por mi lado? Mi olfato no me engaña. La tierra es bastante blanda y he visto una lagartija que se mordía la cola.
Después de una breve discusión, se pusieron de acuerdo y dieron la vuelta a la huaca para llegar a la esquina del mestizo Toledo. Hicieron un último brindis. Como la noche era agradable, se quitaron las camisas y las anudaron a la cintura.
Al cabo de una hora de trabajo, los cuatro se hallaban al fondo de un hoyo tan profundo que debían arrojar la tierra por encima de sus cabezas. En el momento en el que los primeros gallos empezaron a cantar en los huertos de Santa Cruz, el pico de Tobías arrancó un sonido extraño del suelo. En seguida, todos se volcaron sobre ese punto y comenzaron a hundir sus herramientas con frenesí. En medio de su confusión, no se percataron de que una sombra se inclinaba sobre la fosa.
-Así que huaqueando, ¿no? ¡Policía!
Al alzar la cabeza, sólo vieron el disco amarillo de la linterna. Luego, más abajo, las polainas de cuero. No había duda: era un policía.
-¿No han oído? ¡Vamos, salgan de ese hueco!
Los cuatro dejaron caer sus herramientas.
-Pero no estamos huaqueando -replicó el mestizo Toledo-. Nosotros somos albañiles y buscamos adobes.
-¡Ya veremos eso en la comisaría! ¿No saben que está prohibido huaquear?
-Un momento, jefe -interrumpió Tobías, dispuesto a jugarse el todo por el todo. Tiene razón. Estamos cavando. Pero la autoridad ha llegado a tiempo. Necesitamos una linterna. Le juro que aquí hay algo, algo valioso. ¡Oiga cómo suena la tierra!
Cogió su pico y golpeó el suelo, de donde brotó un eco profundo.
-¿No se da cuenta? ¡Aquí, en el fondo, hay algo que choca con el pico!
-¡Seguro que es un cofre lleno de monedas! -agregó Filiberto.
El policía permaneció un instante sin decir nada. Examinó la fosa a la luz de su linterna, la apagó y giró la cabeza en dirección de la calle. En la claridad del alba se distinguía un patrullero estacionado a unos cien metros.
-Caven un poco más, pero muy despacio -murmuró él-. El teniente duerme en el auto y podría despertarse. En todo caso, mitad y mitad; si no, ¡todos al calabozo!
Luego de intercambiar miradas, los cuatro aceptaron el ofrecimiento y reanudaron su labor. El policía, acuclillado, los miraba trabajar, lanzando de vez en cuando una ojeada hacia la calle.
-¿Y? ¿Todavía nada? -preguntó-. Apúrense, ¡se va a hacer de día!
-¡Luz! -dijo de pronto Tobías-. He tocado madera.
La linterna descubrió el ángulo de una caja. Los huaqueros dejaron sus herramientas y comenzaron a quitar tierra con las manos. El policía los animaba desde arriba y luego acabó por saltar dentro del hoyo para alumbrarlos de más cerca.
Descubrieron la superficie rectangular de una caja. Se disponían a forzarla con sus palancas cuando una segunda silueta se irguió en el borde de la fosa. El policía soltó su linterna. Los huaqueros dejaron de trabajar. Recortado contra el cielo, con la mano en la cartuchera, el teniente los contemplaba en silencio. Sus ojos observaron con calma a cada uno de los participantes y luego se posaron largamente sobre la caja.
-Perdone... -se atrevió a murmurar Tobías.
-¡Silencio! -gritó el teniente antes de saltar dentro del hoyo.
Se inclinó y recogió la linterna. Dispersó con su bota unos terrones y pateó la caja. Los hombres lo miraron sin saber qué hacer.
-¡Tú, sal de aquí! -le dijo al policía-. Anda a vigilar la calle. Y ustedes, ¿por qué se quedan mirando? ¡Sigan sacando tierra, caracho!
Tuvo que repetir su orden. Desconfiados al principio, los huaqueros se ocuparon de liberar la caja, cada uno por una esquina. Cuando vieron que el teniente se quitaba el saco y se ponía a trabajar, se sintieron tranquilos y, haciendo un enorme esfuerzo, alzaron la caja.
-Ábranla aquí mismo -ordenó el teniente-. Afuera podrían vernos.
Los picos cayeron sobre la madera y la tapa no tardó en ceder. Las cinco cabezas formaron un círculo ceñido en torno a la caja mientras las manos de Tobías arrancaban las últimas planchas.
Fue un cráneo lo que apareció en primer lugar. El resto del cuerpo se hallaba cubierto por una tela gastada.
-¡Una momia! -gritaron todos al unísono.
Examinaron con mucha atención aquel montón de trapos y huesos. Nadie se atrevía a abrir la boca. El rumor de la resaca ascendía por el acantilado.
-¿Desde cuándo las momias tienen zapatos de cuero? -acabó por decir el mestizo Toledo, consternado.
-Es un feto -añadió Filiberto.
-¿Con esas costillas? Es un enano -afirmó Tobías.
-¡Imbéciles! -interrumpió el teniente-. ¿Están ciegos? ¡Es el esqueleto de un niño!
Luego de un momento de estupor, se iniciaron las lamentaciones.
Cada uno se desahogaba a su gusto. La culpa era de Dios, del diablo, de los búhos, de la lagartija, del policía. Cuando no supieron a quién maldecir, se callaron y miraron con desesperación. Al ver sus cabellos hirsutos, sus rostros cubiertos de polvo y con grandes ojeras, en el fondo de un hoyo, a esa hora de la madrugada, se sintieron ridículos y, espontáneamente, se pusieron a reír. Durante cinco minutos sólo se escucharon las carcajadas que salían de la fosa, voces, pedazos de frases. Alguien arrojó una tibia que fue a parar al pie de la huaca. El policía lanzó su gorra al aire. Todos se precipitaron en pos de las botellas y bebieron alegremente al lado del muerto.
-¡Pero voy a tener que denunciarlos! -dijo de pronto el teniente, recobrando la seriedad.
Entonces cesaron las risas.
-¡No se pueden quedar aquí! -agregó-. Tal vez se trate de un asesinato.
Tobías protestó.
-¿Qué le va a decir al comisario? ¡Usted también está metido en este asunto!
-¡Al diablo! -refunfuñó el teniente-. Está bien, yo me voy. ¡Me tapan el hueco y que no quede fuera ni un solo hueso!
Volvió a ponerse el saco y emergió de la fosa lanzando maldiciones. Se dirigió hacia el auto donde lo esperaba el sargento. Desde el fondo del hoyo, los huaqueros oyeron que el vehículo se ponía en marcha. Permanecieron inmóviles durante algunos minutos, extenuados, habiendo perdido todas las ganas de reír, rumiando su decepción.
-¿Tapar esto? Ni hablar -dijo el mestizo Toledo, recogiendo sus herramientas.
-¿Y si nos llevamos la caja? -sugirió Filiberto-. Podríamos quemarla como leña.
Tobías lo miró boquiabierto.
-No es mala idea -dijo y sujetó el ataúd.
Lo puso al revés y su contenido cayó a tierra. Luego lo levantó sobre sus hombros y enrumbó hacia las casuchas, seguido por sus compañeros. Cuando habían recorrido la mitad del camino, los cuatro volvieron a estallar en carcajadas. Se habían olvidado de las momias y todo lo demás. Sólo pensaban en las buenas papas que iban a asar para el desayuno, sobre las brasas de aquellas viejas maderas.


ALIENACIÓN


ALIENACIÓN

A pesar de ser zambo y de llamarse López, quería parecerse cada vez menos a un zaguero de Alianza Lima y cada vez más a un rubio de Filadelfia. La vida se encargó de enseñarle que si quería triunfar en una ciudad colonial más valía saltar las etapas intermediarias y ser antes que un blanquito de acá un gringo de allá. Toda su tarea en los años que lo conocí consistió en deslopizarse y deszambarse lo más pronto posible y en americanizarse antes de que le cayera el huaico y lo convirtiera para siempre, digamos, en un portero de banco o en un chofer de colectivo. Tuvo que empezar por matar al peruano que había en él y por coger algo de cada gringo que conoció. Con el botín se compuso una nueva persona, un ser hecho de retazos, que no era ni zambo ni gringo, el resultado de un cruce contranatura, algo que su vehemencia hizo derivar, para su desgracia, de sueño rosado a pesadilla infernal. Pero no anticipemos. Precisemos que se llamaba Roberto, que años después se le conoció por Boby, pero que en los últimos documentos oficiales figura con el nombre de Bob. En su ascensión vertiginosa hacia la nada fue perdiendo en cada etapa una sílaba de su nombre. Todo empezó la tarde en que un grupo de blanquiñosos jugábamos con una pelota en la plaza Bolognesi. Era la época de las vacaciones escolares y los muchachos que vivíamos en los chalets vecinos, hombres y mujeres, nos reuníamos allí para hacer algo con esas interminables tardes de verano. Roberto iba también a la plaza, a pesar de estudiar en un colegio fiscal y de no vivir en chalet sino en el último callejón que quedaba en el barrio. Iba a ver jugar a las muchachas y a ser saludado por algún blanquito que lo había visto crecer en esas calles y sabía que era hijo de la lavandera. Pero en realidad, como todos nosotros, iba para ver a Queca. Todos estábamos enamorados de Queca, que ya llevaba dos años siendo elegida reina en las representaciones de fin de curso. Queca no estudiaba con las monjas alemanas del Santa Ursula, ni con las norteamericanas del Villa María, sino con las españolas de la Reparación, pero eso nos tenía sin cuidado, así como que su padre fuera un empleadito que iba a trabajar en ómnibus o que su casa tuviera un solo piso y geranios en lugar de rosas. Lo que contaba entonces era su tez capulí, sus ojos verdes, su melena castaña, su manera de correr, de reír, de saltar y sus invencibles piernas, siempre descubiertas y doradas y que con el tiempo serían legendarias. Roberto iba solo a verla jugar, pues ni los mozos que venían de otros barrios de Miraflores Iy más tarde de San Isidro y de Barranco lograban atraer su atención. Peluca Rodríguez se lanzó una vez de la rama más alta de un ficus, Lucas de Tramontana vino en una reluciente moto que tenía ocho faros, el chancho Gómez le rompió la nariz a un heladero que se atrevió a silbamos, Armando Wolff estrenó varios ternos de lanilla y hasta se puso corbata de mariposa. Pero no obtuvieron el menor favor de Queca. Queca no le hacía caso a nadie, le gustaba conversar con todos, correr, brincar, reír, jugar al vóleibol y dejar al anochecer a esa banda de adolescentes sumidos en profundas tristezas sexuales que solo la mano caritativa, entre las sábanas blancas, consolaba. Fue una fatídica bola la que alguien arrojó esa tarde y que Queca no llegó a alcanzar y que rodó hacia la banca donde Roberto, solitario, observaba. ¡Era la ocasión que esperaba desde hacía tanto tiempo! De un salto aterrizó en el césped, gateó entre los macizos de flores, salto el seto de granadilla, metió los pies en una acequia y atrapó la pelota que estaba a punto de terminar en las ruedas de un auto. Pero cuando se la alcanzaba, Queca, que estiraba ya las manos, pareció cambiar de lente, observar algo que nunca había mirado, un ser retaco, oscuro, bembudo y de pelo ensortijado, algo que tampoco le era desconocido, que había tal vez visto como veía todos los días las bancas o los ficus, y entonces se apartó aterrorizada. Roberto no olvidó nunca la frase que pronunció Queca al alejarse a la carrera: «Yo no juego con zambos». Estas cinco palabras decidieron su vida. Todo hombre que sufre se vuelve observador y Roberto siguió yendo a la plaza en los años siguientes, pero su mirada había perdido toda inocencia. Ya no era el reflejo del mundo sino el órgano vigilante que cala, elige, califica. Queca había ido creciendo, sus carreras se hicieron más moderadas, sus faldas se alargaron, sus saltos perdieron en impudicia y su trato con la pandilla se volvió más distante y selectivo. Todo eso lo notamos nosotros, pero Roberto vio algo más: que Queca tendía a descartar de su atención a los más trigueños, a través de sucesivas comparaciones, hasta que no se fijó más que en Chalo Sander, el chico de la banda que tenía el pelo más claro, el cutis sonrosado y que estudiaba además en un colegio de curas norteamericanos. Cuando sus piernas estuvieron más triunfales y torneadas que nunca ya solo hablaba con Chalo Sander y la primera vez que se fue con él de la mano hasta el malecón comprendimos que nuestra dehesa había dejado de pertenecemos y que ya no nos quedaba otro recurso que ser como el coro de la tragedia griega, presente y visible, pero alejado irremisiblemente de los dioses. Desdeñados, despechados, nos reuníamos después de los juegos en una esquina, donde fumábamos nuestros primeros cigarrillos nos acariciábamos con arrogancia el bozo incipiente y comentábamos lo irremediable. A veces entrábamos a la pulpería del chino Manuel y nos tomábamos una cerveza. Roberto nos seguía como una sombra, desde el umbral nos escrutaba con su mirada, sin perder nada de nuestro parloteo, le decíamos a veces hola zambo, tómate un trago y él siempre no, gracias, será para otra ocasión, pero a pesar de estar lejos y de sonreír sabíamos que compartía a su manera nuestro abandono. Y fue Chalo Sander naturalmente quien llevó a Queca a la fiesta de promoción cuando terminó el colegio. Desde temprano nos dimos cita en la pulpería, bebimos un poco más de la cuenta, urdimos planes insensatos, se habló de un rapto, de un cargamontón. Pero todo se fue en palabras. A las ocho de la noche estábamos frente al ranchito de los geranios, resignados a ser testigos de nuestra destitución. Chalo llegó en el carro de su papa, con un elegante smoking blanco y salió al poco rato acompañado de una Queca de vestido largo y peinado alto, en la que apenas reconocimos a la compañera de nuestros juegos. Queca ni nos miró, sonreía apretando en sus manos una carterita de raso. Visión fugaz, la última, pues ya nada sería como antes, moría en ese momento toda ilusión y por ello mismo no olvidaríamos nunca esa imagen, que clausuró para siempre una etapa de nuestra juventud.

*

Casi todos desertaron la plaza, unos porque preparaban el ingreso a la universidad, otros porque se fueron a otros barrios en busca de una imposible réplica de Queca. Sólo Roberto, que ya trabajaba como repartidor de una pastelería, recalaba al anochecer en la plaza, donde otros niños y niñas cogían el relevo de la pandilla anterior y repetían nuestros juegos con el candor de quien cree haberlos inventado. En su banca solitaria registraba distraídamente el trajín, pero de reojo, seguía mirando hacia la casa de Queca. Así pudo comprobar antes que nadie que Chalo había sido sólo un episodio en la vida de Queca, una especie de ensayo general que la preparó para la llegada del original del cual Chalo había sido la copia: Billy Mulligan, hijo de un funcionario del consulado de Estados Unidos. Billy era pecoso, pelirrojo, usaba camisas floreadas, tenía los pies enormes, reía con estridencia, el sol en lugar de dorado lo despellejaba, pero venía a ver a Queca en su carro y no en el de su papá. No se sabe dónde lo conoció Queca ni cómo vino a parar allí, pero cada vez se le fue viendo más, hasta que sólo se le vio a él sus raquetas de tenis, sus anteojos ahumados, sus cámaras de fotos a medida que la figura de Chalo se fue opacando, empequeñeciendo y espaciando y terminó por desaparecer. Del grupo al tipo y del tipo al individuo, Queca había al fin empuñado su carta. Solo Mulligan sería quien la llevaría al altar, con todas las de la ley, como sucedió después y tendría derecho a acariciar esos muslos con los que tanto, durante años, tan inútilmente soñamos.

*
Las decepciones, en general, nadie las aguanta, se echan al saco del olvido, se tergiversan sus causas, se convierten en motivo de irrisión y hasta en tema de composición literaria. Así el chancho Gómez se fue a estudiar a Londres, Peluca Rodríguez escribió un soneto realmente cojudo, Armando Wolff concluyó que Queca era una huachafa y Lucas de Tramontana se jactaba mentirosamente de habérsela pachamanqueado varias veces en el malecón. Fue sólo Roberto el que sacó de todo esto una enseñanza veraz y tajante: o Mulligan o nada. ¿De qué le valía ser un blanquito más si había tantos blanquitos fanfarrones, desesperados, indolentes y vencidos? Había un estado superior, habitado por seres que planeaban sin macularse sobre la ciudad gris y a quienes se cedía sin peleas los mejores frutos de la tierra. El problema estaba en cómo llegar a ser un Mulligan siendo un zambo. Pero el sufrimiento aguza también el ingenio, cuando no mata, y Roberto se había librado a un largo escrutinio y trazado un plan de acción. Antes que nada había que deszambarse. El asunto del pelo no le fue muy difícil: se lo tiñó con agua oxigenada y se lo hizo planchar. Para el color de la piel ensayó almidón, polvo de arroz y talco de botica hasta lograr el componente ideal. Pero un zambo teñido y empolvado sigue siendo un zambo. Le faltaba saber cómo se vestían, qué decían, cómo caminaban, lo que pensaban, quiénes eran en definitiva los gringos. Lo vimos entonces merodear, en sus horas libres, por lugares aparentemente incoherentes, pero que tenían algo en común: los frecuentaban los gringos. Unos lo vieron parado en la puerta del Country Club, otros a la salida del colegio Santa María, Lucas de Tramontana juraba haber distinguido su cara tras el seto del campo de golf, alguien le sorprendió en el aeropuerto tratando de cargarle la maleta a un turista, no faltaron quienes lo encontraron deambulando por los pasillos de la embajada norteamericana. Esta etapa de su plan le fue preciosa. Por lo pronto confirmó que los gringos se distinguían por una manera especial de vestir que él calificó, a su manera, de deportiva, confortable y poco convencional. Fue por ello uno de los primeros en descubrir las ventajas del blue-jeans, el aire vaquero y varonil de las anchas correas de cuero rematadas por gruesas hebillas, la comodidad de los zapatos de lona blanca y suela de jebe, el encanto colegial que daban las gorritas de lona con visera, la frescura de las camisas de manga corta a flores o anchas rayas verticales, la variedad de casacas de nylon cerradas sobre el pecho con una cremallera o el sello pandillero, provocativo y despreocupado que se desprendía de las camisetas blancas con el emblema de una universidad norteamericana. Todas estas prendas no se vendían en ningún almacén, había que encargarlas a Estados Unidos, lo que estaba fuera de su alcance. Pero a fuerza de indagar descubrió los remates domésticos. Había familias de gringos que debían regresar a su país y vendían todo lo que tenían: previo anuncio en los periódicos. Roberto se constituyó antes que nadie en esas casas y logró así hacerse de un guardarropa en el que invirtió todo el fruto de su trabajo y de sus privaciones. Pelo planchado y teñido, blue-jeans y camisa vistosa, Roberto estaba ya a punto de convertirse en Boby.


*
Todo esto le trajo problemas. En el callejón, decía su madre cuando venía a casa, le habían quitado el saludo al pretencioso. Cuando más le hacían bromas o lo silbaban como a un marica. Jamás daba un centavo para la comida, se pasaba horas ante el espejo, todo se lo gastaba en trapos. Su padre, añadía la negra, podía haber sido un blanco roñoso que se esfumó como Fumanchú al año de conocerla, pero no tenía vergüenza de salir con ella ni de ser piloto de barco. Entre nosotros, el primero en ficharlo fue Peluca Rodríguez, quien había encargado un blue-jeans a un purser de la Braniff. Cuando le llegó se lo puso para lucirlo, salio a la plaza y se encontró de sopetón con Roberto que llevaba uno igual. Durante días no hizo sino maldecir al zambo, dijo que le había malogrado la película, que seguramente lo había estado espiando para copiarlo, ya había notado que compraba cigarrillos Lucky y que se peinaba con un mechón sobre la frente. Pero lo peor fue en su trabajo, Cahuide Morales, el dueño de la pastelería, era un mestizo huatón, ceñudo y regionalista, que, adoraba los chicharrones y los valses criollos y se habla rajado el alma durante veinte años para montar ese negocio. Nada lo reventaba más que no ser lo que uno era. Cholo o blanco era lo de menos, lo importante era la mosca, el agua, el molido, conocía miles de palabras para designar la plata. Cuando vio que su empleado se había teñido el pelo aguantó una arruga más en la frente, al notar que se empolvaba se tragó un carajo que estuvo a punto de indigestarlo, pero cuando vino a trabajar disfrazado de gringo le salió la mezcla de papá, de policía, de machote y de curaca que había en él y lo llevó del pescuezo a la trastienda: la pastelería Morales Hermanos era una firma seria, había que aceptar las normas de la casa, ya había pasado por alto lo del maquillaje, pero si no venía con mameluco como los demás repartidores lo iba a sacar de allí de una patada en el culo. Roberto estaba demasiado embalado para dar marcha atrás y prefirió la patada.

*
Fueron interminables días de tristeza, mientras buscaba otro trabajo. Su ambición era entrar a la casa de un gringo como mayordomo, jardinero, chofer o lo que fuese. Pero las puertas se le cerraban una tras otra. Algo había descuidado en su estrategia y era el aprendizaje del inglés. Como no tenía recursos para entrar a una academia de lenguas se consiguió un diccionario, que empezó a copiar aplicada mente en un cuaderno. Cuando llegó a la letra C tiró el arpa, pues ese conocimiento puramente visual del inglés no lo llevaba a ninguna parte. Pero allí estaba el cine, una escuela que además de enseñar divertía. En la cazuela de los cines de estreno pasó tardes íntegras viendo en idioma original westerns y policiales. Las historias le importaban un comino, estaba solo atento a la manera de hablar de los personajes. Las palabras que lograba entender las apuntaba y las repetía hasta grabárselas para siempre. A fuerza de rever los films aprendió frases enteras y hasta discursos. Frente al espejo de su cuarto era tan pronto el vaquero romántico haciéndole una irresistible declaración de amor a la bailarina del bar, como el gangster feroz que pronunciaba sentencias lapidarias mientras cosía a tiros a su adversario. El cine además alimentó en él ciertos equívocos que lo colmaron de ilusión. Así creyó descubrir que tenía un ligero parecido con Alain Ladd, que en un western aparecía en blue-jeans y chaqueta a cuadros rojos y negros. En realidad solo tenía en común la estatura y el mechón de pelo amarillo que se dejaba caer sobre la frente. Pero vestido igual que el actor se vio diez veces seguidas la película y al término de esta se quedaba parado en la puerta, esperando que salieran los espectadores y se dijeran, pero mira, qué curioso ese tipo se parece a Alain Ladd. Cosa que nadie dijo, naturalmente, pues la primera vez que lo vimos en esa pose nos reímos de él en sus narices. * Su madre nos contó un día que al fin Roberto había encontrado un trabajo, no en la casa de un gringo como quería, pero tal vez algo mejor, en el club de Bowling de Miraflores. Servía en el bar de cinco de la tarde a doce de la noche. Las pocas veces que fuimos allí lo vimos reluciente y diligente. A los indígenas los atendía de una manera neutra y francamente impecable, pero con los gringos era untuoso y servil. Bastaba que entrara uno para que ya estuviera a su lado, tomando nota de su pedido y segundos más tarde el cliente tenía delante su hot-dog y su coca-cola. Se animaba además a lanzar palabras en inglés y como era respondido en la misma lengua fue incrementando su vocabulario. Pronto contó con un buen repertorio de expresiones, que le permitieron granjearse la simpatía de los gringos, felices de ver un criollo que los comprendiera. Como Roberto era muy difícil de pronunciar, fueron ellos quienes decidieron llamarlo Boby.

Y fue con el nombre de Boby López que pudo al fin matricularse en el Instituto Peruano-Norteamericano. Quienes entonces lo vieron dicen que fue el clásico chancón, el que nunca perdió una clase, ni dejó de hacer una tarea, ni se privó de interrogar al profesor sobre un punto oscuro de gramática. Aparte de los blancones que por razones profesionales seguían cursos allí, conoció a otros López, que desde otros horizontes y otros barrios, sin que hubiera mediado ningún acuerdo, alimentaban sus mismos sueños y llevaban vidas convergentes a la suya. Se hizo amigo especialmente de José María Cabanillas, hijo de un sastre de Surquillo. Cabanillas tenía la misma ciega admiración por los gringos y hacía años que había empezado a estrangular al zambo que había en él con resultados realmente vistosos. Tenía además la ventaja de ser más alto, menos oscuro que Boby y de parecerse no a Alan Ladd, que después de todo era un actor segundón admirado por un grupito de niñas snobs, sino al indestructible John Waynne. Ambos formaron entonces una pareja inseparable. Aprobaron el año con las mejores notas y míster Brown los puso como ejemplo al resto de los alumnos, hablando de «un franco deseo de superación».

*
La pareja debía tener largas, amenísimas conversaciones. Se les veía siempre culoncitos, embutidos en sus blue-jeans desteñidos, yendo de aquí para allá. Pero también es cierto que la ciudad no los tragaba, desarreglaban todas las cosas, ni parientes ni conocidos los podían pasar. Por ello alquilaron un cuarto en un edificio del jirón Mogollón y se fueron a vivir juntos. Allí edificaron un reducto inviolable, que les permitió interpolar lo extranjero en lo nativo y sentirse en un barrio californiano en esa ciudad brumosa. Cada cual contribuyó con lo que pudo, Boby con sus afiches y sus posters y José María, que era aficionado a la música, con sus discos de Frank Sinatra, Dean Martin y Tomy Dorsey. ¡Qué gringos eran mientras recostados en el sofá-cama, fumando su Lucky, escuchaban «The strangers in the night» y miraban pegado al muro el puente sobre el río Hudson! Un esfuerzo más y ¡hop! ya estaban caminando sobre el puente. Para nosotros era difícil viajar a Estados Unidos. Había que tener una beca o parientes allá o mucho dinero. Ni López ni Cabanillas estaban en ese caso. No vieron entonces otra salida que el salto de pulga, como ya lo practicaban otros blanquiñosos, gracias al trabajo de purser en una compañía de aviación. Todos los años convocaban a concurso y ellos se presentaron. Sabían más inglés que nadie, les encantaba servir, eran sacrificados e infatigables, pero nadie los conocía, no tenían recomendación y era evidente, para los calificadores, que se trataba de mulatos talqueados. Fueron desaprobados. * Dicen que Boby lloró y se meznó desesperadamente el cabello y que Cabanillas tentó un suicidio por salto al vacío desde un modesto segundo piso. En su refugio de Mogollón pasaron los días más sombríos de su vida la ciudad que los albergaba terminó por convertirse en un trapo sucio a fuerza de cubrirla de insultos y reproches. Pero el ánimo les volvió y nuevos planes surgieron. Puesto que nadie quería ver aquí con ellos, había que irse como fuese. Y no quedaba otra vía que la del inmigrante disfrazado de turista. Fue un año de duro de trabajo en el cual fue necesario privarse de todo a fin de ahorrar para el pasaje y formar una bolsa común que les permitiera defenderse en el extranjero. Así ambos pudieron al fin hacer maletas y abandonar para siempre esa ciudad odiada, en la cual tanto habían sufrido, y a la que no querían regresar así no quedara piedra sobre piedra. * Todo lo que viene después es previsible y no hace mucha falta imaginación para completar esta parábola. En el barrio dispusimos de informaciones directas: cartas de Boby a su mamás, noticias de viajeros y al final relato de un testigo. Por lo pronto Boby y José María se gastaron en un mes lo que pensaban les duraría un semestre. Se dieron cuenta además que en Nueva York se habían dado cita todos los López y Cabanillas del mundo, asiáticos, árabes, aztecas, africanos, ibéricos, mayas, chibchas, siciliano, caribeños, musulmanes, quechuas, polinesios, esquimales, ejemplares de toda procedencia, lengua, raza y pigmentación y que tenían solo en común el querer vivir como un yanqui, después de haber cedido su alma y haber intentado usurpar su apariencia. La ciudad los toleraba unos meses, complacientemente, mientras absorbía sus dólares ahorrados. Luego, como por un tubo, los dirigía hacia el mecanismo de la expulsión.

A duras penas obtuvieron ambos una prórroga de sus visas, mientras trataban de encontrar un trabajo estable que les permitiera quedarse, al par que las Quecas del lugar, y eran tantas, les pasaban por las narices, sin concederles ni siquiera la tención ofuscada que nos despierta una cucaracha. La ropa se les gastó, la música de Frank Sinatra les llegaba al huevo, la sola idea de tener por todo alimento que comerse un hot-dog, que en Lima era una gloria, les daba náuseas. Del hotel barato pasaron al albergue católico y luego a la banca del parque público. Pronto conocieron esa cosa blanca que caía del cielo, que los despintaba y que los hacía patinar como idiotas en veredas heladas y que era, por el color, una perfidia racista de la naturaleza. Sólo había una solución. A miles de kilómetros de distancia, en un país llamado Corea, rubios estadounidenses combatían contra unos horribles asiáticos. Estaba en juego la libertad de Occidente decían los diarios y lo repetían los hombres de estado en la televisión. ¡Pero era tan penoso enviar a los boys a ese lugar! Morían como ratas, dejando a pálidas madres desconsoladas en pequeñas granjas donde había un cuarto en el altillo lleno de viejos juguetes. El que quisiera ir a pelear un año allí tenía todo garantizado a su regreso: nacionalidad, trabajo, seguro social, integración, medallas. Por todo sitio existían centros de reclutamiento. A cada voluntario, el país le abría su corazón. Boby y José María se inscribieron para no ser expulsados. Y después de tres meses de entrenamiento en un cuartel partieron en un avión enorme. La vida era una aventura maravillosa, el viaje fue inolvidable. Habiendo nacido en un país mediocre, misérrimo y melancólico, haber conocido la ciudad más agitada del mundo, con miles de privaciones, es verdad, pero ya eso había quedado atrás, ahora llevaban un uniforme verde, volaban sobre planicies, mares y nevados, empuñaban armas devastadoras y se aproximaban jóvenes aún colmados de promesas, al reino de lo ignoto.

*
La lavandera María tiene cantidades de tarjetas postales con templos, mercados y calles exóticas, escritas con una letra muy pequeña y aplicada. ¿Dónde quedará Seúl? Hay muchos anuncios y cabarets. Luego cartas del frente, que nos enseñó cuando le vino el primer ataque y dejó de trabajar unos días. Gracias a estos documentos pudimos reconstruir bien que mal lo que pasó. Progresivamente, a través de sucesivos tanteos, Boby fue aproximándose a la cita que había concertado desde que vino al mundo. Había que llegar a un paralelo y hacer frente a oleadas de soldados amarillos que bajaban del polo como cancha. Para eso estaban los voluntarios, los indómitos vigías de Occidente. José María se salvó por milagro y enseñaba con orgullo el muñón de su brazo derecho cuando regresó a Lima, meses después. Su patrulla había sido enviada a reconocer un arrozal, donde se suponía que había emboscada una avanzadilla coreana. Boby no sufrió, dijo José María, la primera ráfaga le voló el casco y su cabeza fue a caer en una acequia, con todo el pelo pintado revuelto hacia abajo. El sólo perdió un brazo, pero estaba allí vivo, contando estas historias, bebiendo su cerveza helada, desempolvado ya y zambo como nunca, viviendo holgadamente de lo que le costó ser un ·mutilado. La mamá de Roberto había sufrido entonces su segundo ataque que la borró del mundo. No pudo leer así la carta oficial en la que le decían que Bob López había muerto en acción de armas y tenía derecho a una citación honorífica y a una prima para su familia. Nadie la pudo cobrar.

*
COLOFÓN

¿Y Queca? Si Bob hubiera conocido su historia tal vez su vida habría cambiado o tal vez no, eso nadie lo sabe. Billy Mulligan la llevó a su país, como estaba convenido, a un pueblo de Kentucky donde su padre había montado un negocio de carnes de cerdo enlatada. Pasaron unos meses de infinita felicidad, en esa linda casa con amplia calzada, verja, jardín y todos los aparatos eléctricos inventados por la industria humana, una casa en suma como las que había en cien mil pueblos de ese país-continente. Hasta que a Billy le fue saliendo el irlandés que disimulaba su educación puritana, al mismo tiempo que los ojos de Queca se agrandaron y adquirieron una tristeza limeña. Billy fue llegando cada vez más tarde, se aficionó a las máquinas tragamonedas y a las carreras de auto, sus pies le crecieron más y se llenaron de callos, le un lunar maligno en el pescuezo, los sábados se inflaba de bourbon en el club Amigos de Kentucky, se enredó con una empleada de la fábrica, chocó dos veces el carro, su mirada se volvió fija y aguachenta y terminó por darle de puñetazos a su mujer, a la linda, inolvidable Queca, en las madrugadas de los domingos, mientras sonreía estúpidamente y la llamaba chola de mierda.

(Escrito en París en 1954)