El amor a los libros


El amor a los libros

Testimonio. El gran escritor Julio Ramón Ribeyro (1929-1991) escribió este texto para nuestro suplemento en 1927. Años después lo incluyó en su libro. “La caza sutil”.

Alfredo González Prada cuenta que su padre, don Manuel, sentía por los libros un respeto cual religioso, al extremo que era incapaz de subrayarlos o de trazar notas marginales. Se contentaba con redactar largas tiras de comentarios que añadía cuidadosamente al final de cada libro leído. Todo ello indica que don Manuel no amaba a los libros, sino que era un “respetuoso” lector.

En realidad existe un amor físico a los libros muy diferente al amor intelectual por la lectura. Por lo general el gran lector no ama a los libros, así como el don Juan no ama a las mujeres. El gran lector coge los libros conforme caen en sus manos, los usa y los olvida. El amante de los libros, en cambio, los ama en sí mismos como cuerpos independientes y vivos, como conjunto de páginas impresas que es necesario no solamente leer, sino palpar, alinear en un estante, incorporar al patrimonio material con el mismo derecho que al bagaje del espíritu. El amante de los libros no aspira solamente a la lectura sino a la propiedad. Y esta propiedad necesita observar todas las solemnidades, cumplir todos los ritos que la hagan incontestable.

El amor a los libros se patentiza en el momento mismo de su adquisición. El verdadero amante de los libros no tolera que el expendedor se los envuelva. Necesita llevarlos desnudos en sus manos. Irlos hojeando por el camino; meter los pies en un charco de agua, sufrir todos los trastornos de un primer encantamiento. Llegando a su casa lo primero que hará será grabar en la página inicial su nombre y la fecha del suceso, porque para él toda adquisición es una peripecia que luego será necesario conmemorar. Con el tiempo dirá: “Hace tantos años y tantos días que compré este libro”, como se dice: “Hace tanto tiempo que conocí esta mujer”.

Cumplido este requisito, el amante de los libros, cogerá el primer objeto que encuentre a su disposición —sea regla, tarjeta, u hoja de afeitar— y comenzará a cortar las páginas del libro y lo irá leyendo progresivamente, con vehemencia, con sobresalto: como se ama a una novia conforme se la va descubriendo. Y durante el proceso de la lectura no resistirá ninguna tentación.

Lo cubrirá de caricias y de rasguños. Las páginas se irán cubriendo de “ojos” admirados, de objeciones marginales a sus ideas atrevidas, de interrogaciones a sus párrafos oscuros. Y solamente así —después de haberlo hecho viajar en tranvía, después de haberse introducido con él a la cama— podrá decir que ha leído ese libro, que lo ha poseído, que lo ha amado. Es por este motivo que el amante de los libros es intolerante con los libros ajenos. Leer un libro ajeno es como leerlo a medias. Si el libro es nuevo el lector necesitará observar cierta cortesía —forrarlo, probablemente— necesitará, además, ser condescendiente con sus ideas, aceptar políticamente algunos puntos discutibles, combatir de continuo sus impulsos voraces y contentarse, por último, a dar aquí y allá un ligero toquecito a fin de no hacer ostensible, a ojos del propietario, ese abuso de confianza. Si el libro prestado es viejo y releído la situación varía radicalmente. El lector se enfrentará a él con la animosidad, con el escepticismo de quien se apresta a recorrer una floresta ya explorada, de la cual se ha recogido sus más sabrosos frutos. Cuando más, se limitará a descubrir algún rincón oculto que pasó inadvertido al propietario y en el cual pondrá el regocijo de un verdadero hallazgo.

Por esta misma razón el amante de los libros no puede frecuentar las bibliotecas públicas. El acto le parecerá tan humillante y pernicioso como visitar las casas de tolerancia. Los libros puestos a disposición de la comunidad son libros indiferentes, son libros fríos con los cuales no nace un acto de verdadero amor, no se crea una relación de confianza. Frente a ellos, solamente, podrá a veces practicarse un acto de brutalidad, como arrancar una de sus páginas. Hay gente, sin embargo, que solo lee en las bibliotecas públicas y esto revela, en el fondo, una profunda incapacidad para amar. Un libro leído y amado es un bien irreemplazable. [...] Los verdaderos amantes de los libros inscriben su vida en ellos. Se podrá adivinar el carácter de una persona, se podrá incluso trazar su biografía, examinando no solo qué libros ha leído, sino cómo los ha leído.

] El Dominical, 14 de julio de 1957 (fragmento).


2 comentarios: