Coloquio Internacional Julio Ramón Ribeyro: las palabras del mudo

Coloquio Internacional
“Julio Ramón Ribeyro: las palabras del mudo”

3 y 4 de diciembre de 2009
Sala de conferencias del Centro de Estudios Literarios Antonio Cornejo Polar


Al celebrarse los ochenta años del nacimiento del escritor peruano Julio Ramón Ribeyro (1929-1994), el Centro de Estudios Literarios Antonio Cornejo Polar, con el apoyo de la Escuela de Postgrado de la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la UNMSM, tienen el agrado de invitarlo al Coloquio Internacional “Julio Ramón Ribeyro: Las palabras del mudo”, evento que busca la participación reflexiva en torno a la obra de uno de los narradores peruanos más importantes del siglo XX. Para ello, proponemos dos ejes centrales complementarios: trabajos de investigación sobre la totalidad de la producción de Julio Ramón Ribeyro y sobre la Generación del 50, con el propósito de establecer vasos comunicantes entre Ribeyro y su generación.

Ejes temáticos propuestos:

1. Obra completa de Julio Ramón Ribeyro: Narrativa (cuento, novela, prosa). Teatro. Ensayo. Auto-documentos: (Diarios, Cartas).
2. La Generación del 50: Realismo urbano y narrativa fantástica. El microrrelato. Modernidad y posmodernidad.

Resúmenes y ponencias
El plazo de envío de las propuestas de sumillas será el sábado 24 de octubre de 2009. La sumilla, de aproximadamente 250 palabras, debe contener: Título de la ponencia, resumen descriptivo, nombres completos, teléfonos y, de manera opcional, la filiación institucional. El Comité Organizador acusará recibo de las propuestas y notificará la aceptación de las sumillas antes del 31 de octubre. Para garantizar que el nombre del ponente y su trabajo aparezcan en el programa, la confirmación deberá hacerse a más tardar el 7 de noviembre.
La extensión de las ponencias no deberá exceder los 15 minutos de lectura oral. La lengua del coloquio es el español.

Las sumillas y propuestas de mesas deberán ser enviadas únicamente a la siguiente dirección:
coloquiojulioramonribeyro2009@yahoo.com

Inscripciones
Las cuotas de inscripción para el coloquio son las siguientes:

Ponentes provenientes de entidades europeas y norteamericanas: US$ 40 (cuarenta dólares americanos)
Ponentes provenientes de entidades latinoamericanas, africanas o asiáticas US$ 20 (veinte dólares americanos)
Ponentes provenientes de entidades peruanas: S/. 30 (treinta nuevos soles)

Costo de Certificación para asistentes no ponentes

Público en general y estudiantes S/. 25 (veinticinco nuevos soles).
Los pagos por derecho de inscripción y/ o certificación de asistencia deberán ser cubiertos en la sede del Coloquio antes de la sesión inaugural del evento.
En espera de recibir sus resúmenes y contar con su valiosa participación, la(o) saludamos cordialmente

El comité organizador

Gonzalo Cornejo
Centro de Estudios Literarios Antonio Cornejo Polar

Jorge Coaguila
Universidad Nacional Mayor de San Marcos

Elton Honores
Universidad Nacional Mayor de San Marcos
Universidad San Ignacio de Loyola
Asesor Académico
Antonio González Montes
Universidad Nacional Mayor de San Marcos
Centro de Estudios Literarios Antonio Cornejo Polar
Av. Benavides 3074 / Ovalo de Higuereta / Miraflores
Teléfonos: 449-0331 / 216-1029

RIBEYRO: CUANDO LOS ESFUERZOS SE CONGELAN

RIBEYRO: CUANDO LOS ESFUERZOS SE CONGELAN

Por Orlando Mazeyra Guillén

En su libro de entrevistas a destacados periodistas de la prensa y la televisión, “Rajes del oficio”, Pedro Salinas (Lima, 1963) sostiene un interesante diálogo con Mario Vargas Llosa. ¿Qué le entristece del Perú?, le preguntan al autor de Viaje a la ficción y éste responde que, por lo general, el peruano se inhibe, no en uno, sino en todos los campos: “El peruano carece de entusiasmo. Somos un país que carece de entusiasmos. Nuestros entusiasmos son totalmente pasajeros, y muy inmediatamente seguidos del desaliento, de una falta de continuidad”. Luego, Salinas utiliza un término muy futbolero (ese que dice que, la tocamos, a veces jugamos bonito, pero nunca hacemos goles) para seguir dándole cuerda al novelista: ¿el peruano no culmina?

Vargas Llosa recurre a una imagen muy limeña, pero no exclusiva de la capital; es algo que todos vemos a diario –sobre todo cuando el avión está a punto de partir o aterrizar y el mar de hogares inacabados y edificios amorfos se apodera del panorama–, una postal que se extiende de Piura hasta Tacna, algo que todos podemos apreciar si nos damos una vuelta por cualquier rincón de Arequipa: “En ninguna ciudad del mundo como en Lima hay tantas construcciones empezadas y que luego son abandonadas. Para mí eso es un poco el reflejo de la sensibilidad nacional. Después del esfuerzo inicial surge la inhibición, que es una falta de convicción que paraliza. Entonces, el Perú está lleno de peruanos que iban a ser escritores, y no fueron. Peruanos que iban ser pintores, y no fueron. Peruanos que iban a ser músicos, y no fueron. Peruanos que iban a ser extraordinarios abogados, y no fueron. ¿Por qué? Porque en el camino, como se inhibieron, perdieron el impulso, perdieron el entusiasmo. Los esfuerzos se congelan. Es una sensación que a mí me desmoraliza y me entristece muchísimo”.

Y seguramente que, como buen peruano, siento que, hoy por hoy, perdí el impulso, que me paralicé, que renuncié a cambiar. Puedo quedarme sin aliento, pero tengo que seguir leyendo; y, así, volví a Ribeyro. No debí hacerlo.

Ya es harto sabido que Julio Ramón Ribeyro es uno de los maestros en la cuentística peruana y latinoamericana (recibió el Premio Internacional Juan Rulfo, meses antes de morir); pero releer sus cuentos es, casi siempre, volver a encontrarse con dolorosas metáforas de esas construcciones empezadas y luego abandonadas o distorsionadas para resultar siendo contrahechas: pobres diablos derrotados por la rutina o por la falta de fortuna, autoestima o coraje. Peruanos que, como nuestros delanteros, no culminan: se quedan en el intento, en la puerta del arco rival. Si desean conquistar a una mujer entonces sufren feroces traspiés, si quieren ser prósperos empresarios siempre hay algo que los lleva a la quiebra; y, si solamente quieren escapar, no pueden. Se petrifican. ¿Azar o destino? Las dos cosas. O ninguna.

Ribeyro es un cuentista que como pocos –y en pocas páginas– pinta con sobriedad esa sensibilidad nacional de la que habla Vargas Llosa. ¿Qué pasa cuando los esfuerzos se congelan? Se vive a medias, casi sin alma, deambulamos por aquí y por allá sorbiendo raciones generosas de mediocridad confundidas con impotencia o indiferencia.

Mientras termino estas líneas me detengo un instante, miro por la ventana porque el ruido de la calle me hace perder la concentración: allá, al frente, todo es puro ladrillo. ¿No alcanzó para el estuque? ¿No se animaron a pintar la casa? La pregunta es estúpida (frívola hasta las nubes) si pensamos que hay, desde luego, otras prioridades. Quisiera ir, tocar esa puerta y preguntarle a mi vecino el por qué nunca terminó de construir su casa. Descubro entonces que yo no tengo casa. Ni siquiera un ladrillo: sólo una ruma de libros. Libros: unos, garrapateados, resaltados, estragados como los personajes de Ribeyro; otros, intactos, durmiendo el sueño de los justos, esperando… como los personajes de Ribeyro.

La parálisis me invade, los esfuerzos se congelan. Por suerte, ya terminé de escribir esta columna. O lo que es peor, la hice a medias, como queriéndole rendir un inusitado homenaje a Ribeyro: convirtiéndome en uno de sus personajes… Tal vez lo he sido siempre (“un personajillo”, diría Michael Corleone con una mueca de rotundo desdén). Sí, un personajillo. Hay que ser hidalgos y reconocerlo, aun a riesgo de que Vargas Llosa se decepcione… una vez más.

Miami, agosto de 2009.

Te valiste de un cigarrillo para inhalar este turbio mundo




Te valiste de un cigarrillo para inhalar este turbio mundo,
intacto aspiraste el humo y lo enredaste en una hoja,
bajo un rodillo, con tus ágiles dedos huesudos,
sutiles, inspirados, galopantes,
nos dejaste esas prosas y cuentos
sutiles, mudos, inspirantes,
y esas personas marginales, excluidas, olvidadas,
con esa insignia de la soledad en la solapa
llenos de arrebatos e ilusiones destrozadas,
vidas angustiosas y grises
todas sosas, infelices
como la de Arístides,
o Memo García,
o Ludo Tótem, o Fabiola.
Luciano y su viejo,
Aníbal en el sótano,
Fénix y el enano y el oso.
O Roberto Delmar,
Efraín y Enrique,
y Silvio en el Rosedal.
O el negro alienado
Roberto López
o Monsieur Baruch,
y Ramón y Eusebio.

Y de todos esos seres sin nombre
atormentados de su existencia
en fin de todos,
con ese hálito negado,
excluídos del festín de la vida,
podiste modular
con esas historias tan sublevantes,
sus anhelos,
sus arrebatos
y sus angustias

Autor:
JORGE ANTON


ALGUNAS CARTAS / Luis Loayza, Julio Ramón Ribeyro


ALGUNAS CARTAS / Luis Loayza, Julio Ramón Ribeyro

Paris, 5 mayo 75
Querido Lucho:

Encontrarás junto con esta un ejemplar de mis PROSAS APÁTRIDAS. Las he releído y corregido algunas erratas antes de enviártelas y la verdad es que el librito me ha dejado un poco meditabundo. Yo no sé lo que es ni qué cosa persigue. Es diferente ver un libro impreso que verlo en manuscrito. Mientras no esté publicado no pasa de ser un borrador, algo perfeccionable o renunciable, pero una vez que sale a la luz no hay nada qué hacer, ya está allí, hay que asumir su entera responsabilidad, no cabe la menor excusa. Lo único que deseo
es que cada lector encuentre una prosa, aunque sea sola una, que le guste, que le diga algo, que le sugiere algo, de la cual retire algo que solo se encuentre allí. Pero quizás estoy pidiendo demasiado.
Lo que sí quisiera decir es algo sobre su título que, como te dije en mi anterior, se presta al equívoco. Basta ver la carátula para darse cuenta que el diagramador ha “tombé dans le piége” y ha pensado que se trata de las prosas de un apátrida. Observarás que el título no tiene nada que ver con la nacionalidad. Yo quería aludir al carácter mismo de los textos, que son textos sin “patria literaria”, es decir que fueron escritos en diversas épocas y circunstancias, con la intención no muy precisa de ser incluidas en alguna novela, cuento o artículo, pero que se quedaron sin lugar, porque no se les dio cabida, ningún género quiso hacerse cargo de ellos, eran el estorbo definitivo y al final no les cabía otro destino que ser fragmentos, textos dispersos, desamparados. Fue entonces cuando se me ocurrió reunirlos y dotarlos de un espacio común, donde pudieran sentirse acompañados y librarse de la tara de la soledad. Esa es, en muchas palabras, la explicación del título.
Pasando a otras cosas, me complace que mi última carta te haya puesto de un “humor excelente” como dices, lo que es una manera muy británica de confesar que te halagó. Ese era mi propósito. Yo no creo, como tu amigo Léautaud, que “admirar empequeñezca”. Escatimar un elogio, cuando es merecido, es propio de los espíritus mezquinos.
En tu carta tocas varios temas que me interesan, pero uno en particular es de aquellos a los cuales hace años le doy vueltas sin encontrarle una respuesta adecuada. Me refiero a las relaciones entre biografía y obra literaria. El asunto puede enfocarse desde muchos puntos de vista, pero solo quiero mencionar uno: si al valorar una obra literaria tenemos que tener en cuenta las circunstancias de la vida de su autor. Proust, como lo recuerdas muy bien en tu carta, censuraba en Sainte Beuve la tendencia a mezclar lo biográfico y a menudo lo anecdótico con la crítica literaria, pero fue Valery quien llevó esta actitud a su extremo al imaginar una historia de la literatura que prescindiese totalmente de toda referencia a los autores de las obras. La idea es bastante seductora, pero a mí no me llega a convencer del todo. Justamente en estos días tuve que viajar a Utrecht para dar una conferencia nada menos que sobre literatura peruana en unos de esos incomprensibles institutos latinoamericanos que funcionan en las ciudades menos pensadas. Como tenía que tratar de la novela indigenista tuve que documentarme de la vida de Ciro Alegría, que conocía muy superficialmente, y así pude comprobar que fue una tragedia –iba a decir griega o china, pero diré simplemente peruana: prisiones, deudas, desarraigo, enfermedades, deportaciones, angustias, divorcios, etc. Sus obras más importantes fueron escritas antes de los 30 años. Todas ellas lo fueron además con el propósito de presentarse a un concurso que de ganarlo lo sacaría de apuros. El conocer el contexto en el cual esta obra fue escrita ha modificado mi opinión sobre la misma. Yo que tendía a desdeñarlo un poco comprendo ahora que su labor fue “heroica”, para emplear un término tuyo, y que por ello mismo merece no solo respeto, indulgencia, sino una valoración diferente. Muy distinto es el caso de Arguedas. Arguedas es un escritor de la “madurez”. Su primer libro importante, YAWAR FIESTA”, aparece en 1940, justamente el mismo año en que Ciro publica su último, EL MUNDO ES ANCHO Y AJENO y ambos tienen casi la misma edad, pues Ciro nació en 1909 y Arguedas en 1911. Así puede decirse que Arguedas inicia su carrera literaria y afianza su vocación de escritor cuando Ciro la relega a segundo plano. Aparte de ello Arguedas escribió sin ninguna premura material, en una situación más estable, sin prisa ni plazos que se vencían. No creo que esto explique el valor y el alcance de sus obras, pero ayuda a comprenderlas y permite una evaluación más equilibrada. Me dirás que en literatura lo que interesa son los resultados, no la vida del autor. Es cierto y no es cierto(de allí que no sepa aún qué pensar), pero creo que las circunstancias históricas, biográficas, sociales, familiares, etc. cuentan y así el QUIJOTE no sería lo mismo si en lugar de Cervantes lo hubiera escrito, digamos, un amigo de Ricardo Palma, así como tampoco admiraríamos tanto LOS CANTOS DE MALDOROR si en lugar de ser la obra de un adolescente que vivió en Paris en la segunda mitad del XIX fuese el ejercicio de un profesor actual de la Sorbona. En fin, con estas opiniones que dejo fluir, sin mayor examen, no pretendo resolver nada, tal vez solo darte pie para que me contradigas.
Hay otros puntos en tu carta que merecen un comentario, pero los dejo para otra oportunidad. Ya te doy bastante lata con mi librito y con estas interrogaciones. Confío que tu proyecto de breve excursión a Paris se realice. Daríamos una vuelta por los jardines del Palais Royal, por donde cuando trabajábamos en la AFP hacíamos a veces un recorrido rápido y fantasmal después del almuerzo en la cantina.
Un abrazo de

Julio Ramón


Ginebra 12.5.75
Querido Julio Ramón:

Tu libro me gusta: ya verás que esto no es un elogio convencional, trataré de decirte porqué me gusta. Le encuentro un defecto y es su brevedad. Espero que sea solamente la primera edición de un libro que seguirás escribiendo y publicando, es de las obras que ganan y no pierden con la abundancia. Quisiera nuevas ediciones aumentadas, en primer lugar por razones egoístas, en estos casos las más importantes, pues me gusta tener cerca libros como el tuyo para, después de haberlos leído, abrirlos de cuando en cuando al azar y recorrer algunas páginas, son como la conversación discreta del autor (uso el adjetivo”discreto” no a manera de aprobación tibia o aun de censura velada, sino como uno de los mayores elogios) mientras que las novelas, los cuentos, los en¬sayos son cada vez más la exhibición de conversadores brillantes (o que pretenden serlo) y enfáticos que no admiten dudas ni resistencias, no dejan hablar a nadie y acaban por ser insoportables. En segundo lugar porque nos faltan estos libros y los autores capaces de escribirlos en nuestras pobres literaturas (la peruana y la del idioma) y porque, de¬volviéndote algo que me dijiste a propósito de El sol de Lima, creo que tu ejemplo será útil, sobre todo en Lima donde la inflación verbal es tan aguda, para recordar a los lectores que escribir bien no es emplear una serie de tretas o de técnicas sino sencillamente sentir, pensar y decir lo mejor posible.
Es mucho pedir que el lector adivine que el título alude al hecho de que los textos no tienen “patria” o género en la literatura puesto que, para empezar, sí que la tienen: el cuaderno de notas que muchos escritores han publicado como tal, o en forma de diario, o una a una en diarios o revistas antes que se impusiera el llamado periodismo moderno, tan ilegible. Pienso a veces en tu amigo Renard, aunque felizmente careces de su manía aforística, para mí exasperante, que interrumpe la fluencia de la buena prosa, en La tumba sin sosiego de C.Conolly, desde hace muchos años unos de mis libros preferidos y hasta en los cuadernos del admirable Hawthorne. Será difícil, además, que el lector desconozca el hecho biográfico del escritor fuera de su patria (allí estarán el prólogo y la carátula para recordárselo) y hasta podrá pensar en un escritor que ve las cosas como hombre y no como un peruano, aunque creo que esto no es cierto y en muchas páginas reconozco al sudamericano, al peruano y hasta el limeño. Naturalmente estás instalado en la ciudad, no incurres en el exotismo al revés del recién llegado, ni en el metquismo de quienes durante años enteros siguen con la boca abierta ante Paris, ya que “al cabo de habitar varios años en una ciudad no vemos ya las plazas, las avenidas, los monumentos”. Al mismo tiempo me gusta en el título cierta ligera protesta que creo advertir contra la demagogia al uso. A fin de cuentas lo del título no es muy importante, ya te digo que espero nuevas ediciones de tu libro, que podrás llamar, si quieres, Diario a secas. Es un poco eso, no? Evitas el exhibicionismo de las falsas confidencias pero quien sepa leerlas encontrará páginas de auténtica y profunda intimidad, en las que has sido capaz de mirar tu vida y tu muerte sin parpadear, aunque sea un instante. No caes en lo patético que hubiera aumentado tus posibilidades de éxito inmediato pero en virtud de esta contención o elegancia tu libro tiene más posibilidades de durar. (La duración de los libros es ya unos de tus temas, sobre el cual podría extenderme mucho.) En fin el libro es una demostración de inteligencia literaria, para mí una alta y noble forma de cultura. La acción y el estilo de esta inteligencia es el libro mismo, más que las ideas o imágenes sobre las cuales te escribiré por separado. Ahora sólo quiero agradecerte el envío del libro y felicitarte cálidamente por él. Creo que te pasa un poco lo que a mí: ver tus libros recién impresos te provoca cierta desazón que se convierte en repugnancia cuando los abres y al releerte adviertes solamente los errores. Créeme a mí que, en efecto, me precio de ser un juez incorruptible de las Letras, como dices con oblicua sonrisa miraflorina: es un buen libro, puedes estar contento; te lo agradezco y me alegro contigo.
Saludos en tu casa y para ti un gran abrazo de
Luis
43 Moise Duboule
1209 Geneve




Paris,19 mayo 75


Querido Lucho:

Me encanta que mis PROSAS APATRIDAS te hayan gustado y que me lo digas además con tanta naturalidad. Y con tanta precisión.
Si he tardado en responderte es porque quería salir un poco del estado de “excelente humor” que me causó tu carta y evitar que mi respuesta tradujera un regocijo desmesurado.
Lo que dices acerca de la brevedad del libro es muy cierto. Yo había pensado reunir en esta primera edición cien prosas, pero solo me quedé en ochenta y seis. De todos modos, catorce textos más no habrían resuelto el problema. Si logro alargar esta vida difícil, espero que la próxima edición contenga doscientas o trescientas prosas y se convierta así en un libro de compañía, aquellos a los que uno regresa de cuando en cuando, solo para hojearlos, en esos momentos terribles en que frente a su biblioteca se pregunta: “ Y ahora, ¿qué leo? “.
No creo en cambio que la próxima edición se llame DIARIO a secas, como propones. Por una razón muy simple: que hace años llevo un diario –no cotidiano, por cierto– diferente a las PROSAS APÁTRIDAS. Mi diario es más personal, monótono, espontáneo, tiene todos los defectos de todos los diarios y por ello su valor literario es discutible. Tendrá importancia en la medida en que yo llegue a ser un escritor que cuente y entonces sirva a biógrafos y críticos como fuente de consulta y apoyo a sus elucubraciones. En todo caso yo me doy cuenta cuándo estoy escribiendo una nota de diario y cuándo una prosa apátrida. Estas surjen ya con tono particular, más impersonal, abstracto por momentos, y cierta tendencia a la autonomía con respecto a mi vida. Me doy cuenta ahora que son en realidad páginas de mi diario, pero que por una razón x, pasan automáticamente a otro nivel.
Mencionas a Connolly en tu carta. Yo había pensado hacer referencia a él cuando te envié el libro. Tú me prestaste LA TUMBA SIN SOSIEGO en 1961. Es una de las innumerables fuentes de mis prosas. Cuando te he hablado de la rareza o marginalidad de mi libro me limitaba solo a la literatura peruana. Lo que yo he escrito es solo la cola de incontables libros: moralistas franceses, diaristas de toda clase, autores de poemas en prosa, etc. Pienso particularmente en LE SPLEEN DE PARIS, no porque trate de emular a Baudelaire, sino porque el prólogo de su libro siempre me sedujo, cuando habla de “fantasía tortuosa” o de “serpiente”, algo que se puede coger de la cabeza o de la cola o del medio.
Este tipo de libros tienen sin embargo un peligro: el que nos va constriñendo cada vez más al fragmento, al breve texto bien elaborado y muy significativo y nos hace dejar de lado la obra para la cual quizás estábamos dotados, el Libro así con mayúscula, el librote orgánico, con una estructura y que para mí es ya casi una utopía. Gran novela, digamos, o algo parecido. Trabajamos literariamente así al por menor, al centaveo y estamos amenazados de no escribir al final más que aforismos.
Para evitar este escollo yo trato de escribir paralelamente otras cosas, entre ellas más cuentos, género del cual no logro hasta ahora deshacerme. Pero perseveraré en las prosas apátridas, créemelo, por mi propio placer y satisfacción de algunos amigos.

Un abrazo de

Julio Ramón


P.S. Fui a ver la exposición de Fuseli. Francamente no me gusta mucho. Lo encuentro muy literario, aunque creo que no quiso ser otra cosa. Si te interesa te puedo enviar el catálogo de la exposición.



Paris, 7 de Junio 75.
Querido Lucho:

Esperaba para contestarte una de esas mañanas inmóviles, epistolares. La de hoy es luminosa, tibia, lenta, parece que nunca va a terminar. En una mañana como esta caben varias cartas.
Pero ahora que releo tu última, lo que acabo de decir cae por tierra, pues si tuviera que contestar punto por punto me harían falta muchas mañanas como esta. Elijo unos temas al azar.
En primer lugar lo que dices sobre algunas de mis PROSAS APATRIDAS. Tus observaciones me han confirmado en la idea de que
se trata de un libro discutible, por no decir refutable, salvo aquellos fragmentos que son puramente descriptivos. En muchos de mis textos las conclusiones van más allá que las premisas, falta un eslabón en
el razonamiento, utilizo una palabra sin haber explicado antes lo que entiendo por ella. Pero en fin, esto no me incomoda mucho, pues la lectura será más fecunda en la medida en que el lector, percatándose de lagunas o fallas, trate de llenar las unas o de enmendar las otras, cuando no de rechazar el fragmento en bloque. Y si lo rechaza, ¿qué más da? No hay verdad que no contenga su contraverdad o, como dice Proust más explícitamente, “il n´y a pas une idée qui ne porte en elle sa réfutation possible”.
Más inquietante es tu precisión sobre Eróstrato. No es que me asuste cometer errores de este tipo sino que yo estaba seguro de haber verificado el dato antes de expedir mi manuscrito. Ahora he vuelto a abrir mi Larousse para buscar la referencia y veo en efecto que Eróstrato incendió el Templo de Diana y veo además la marca con lápiz que dejé en la enciclopedia cuando hice la consulta. ¿Porqué persistí en el error? Francamente no lo sé. Tal vez encontré entonces otra fuente de consulta, pero me parece dudoso. Ya estoy dudando si existió alguna vez una Biblioteca de Alejandría que fue incendiada.
Muy justa la distinción que haces entre novelistas natos y escritores capaces de escribir novelas. Yo tiendo a identificarme con los segundos, lo que no me alegra mucho, si bien convengo en el que más grande escritor latinoamericano de nuestra época, Borges, no es un novelista. Y no me alegra porque es difícil destruir el sueño juvenil de la gran novela, sueño que nos han legado otras literaturas (rusa, francesa, inglesa, etc.) y que nosotros abrigamos la esperanza de recrear en nuestra lengua y en nuestra época, lo que poquísimos han conseguido. Si seguimos persistiendo en este sueño es porque la novela sigue siendo el símbolo de la creación literaria por excelencia y la tentación de todo escritor, al menos mientras el género no termine por desintegrarse y ser reemplazado por otro.
Lo curioso es que yo me sigo interesando por la novela como escritura, a pesar de que como tú hace tiempo que leo muy pocas, me aburren, no logro entrar en ellas, a veces me exasperan. Las últimas contra las que me he estrellado (para solo hablar de latinoamericanos) son EL RECURSO DEL MÉTODO y TRES TRISTES TIGRES. Ambas me parecen dos formas particularmente antipáticas del arte de novelar. La novela de Carpentier por su estilo enjoyado, su inspiración libresca, su ostentosa erudición, su construcción artificiosa. La de Cabrera Infante porque pertenece a esa familia de novelas tan en boga que son una reflexión, una crítica y una parodia de la novela, lo que me parece una actitud estéril (salvo que se sea un Cervantes, un Joyce o tal vez un Nabokov). Por ello me parece mucho más valiosa la actitud de un Vargas Llosa, que no se plantea el problema de la caducidad del género ni duda de su necesidad y escribe verdaderas novelas, demostrando con su obra que es posible hacerlo hoy.
Si dispusiera del tiempo y las energías suficientes me gustaría escribir una novela policial (es cierto que mi novela inédita CAMBIO DE GUARDIA es ya bastante policiaca), pero un poco cómica. El personaje central del libro hace semanas que me habita, se presentó a mí con nombre y todo, conozco perfectamente su fisonomía, sus costumbres. No hay situación, por imprevisible que sea, en la que no sepa qué diría o cómo reaccionaría. Es un inspector de policía, encargado de asuntos criminales, un detective criollo. Se llama José María Morales, pero sus subalternos lo llaman Cervantes, no por su afición a las bellas letras sino por su capacidad para beber sin emborracharse la cerveza que lleva ese nombre. Tiene un ayudante, un zambo joven llamado Cabanillas y ambos deben solucionar un complicado “caso”. Tengo el tono, la atmósfera de la novela, pero me falta la trama. Podrás imaginar que esta pareja no es precisamente Sherlok Holmes y su amigo el doctor Watson. Son
realmente un par de burros, confunden los expedientes, destruyen por negligencia las huellas del crimen, se equivocan de muerto o de delito, pero en fin por suerte, por fantasía o por astucia solucionan finalmente el caso. Lo que necesito ahora y busco sin mucha fortuna es un buen “caso”, quiero decir una historia criminal complicada y tal vez absurda, pero que dé pie para que mis dos personajes vivan, hablen, indaguen. Si por azar tienes alguna en la cabeza, que has desechado, obséquiamela. Recuerdo que una vez me hablaste de un argumento que tenías sobre una serie de crímenes en los que la víctima aparecía con un pañuelo verde amarrado en el cuello. Es todo lo que me acuerdo. Yo tengo una idea en la mente, pero un poco tremebunda y además sin solución argumental. Si te interesa te la explicaré en mi próxima.
Bueno, esta mañana que parecía interminable, inmóvil, se ha convertido en un mediodía pesado como un acreedor, que ya esta aquí, pidiéndome cuentas por otros asuntos. De modo que me despido con el tradicional abrazo.

Julio





Ginebra 29 de agosto de 1978.

Querido Julio Ramón:

Ayer al volver a casa encontré tu libro. He vuelto a leerlo y a pensar en él. Con tus libros anteriores me ocurrió que no quise escribirte sin tomar notas y pensarlo bien –y quizá sin haber escrito un artículo crítico– y al final no hice nada. No quiero que me pase lo mismo y ahora prefiero mandarte mi impresión, aunque quizá apresurada, sin desesperar de escribir algo coherente sobre tus libros alguna vez.
Como creo haberte dicho (sin duda voy a repetir varias cosas que ya te he dicho a viva voz) no me gusta el título. Me parece que lo de “apátridas” no tiene ningún sentido. Sigues siendo peruano, limeño y hasta miraflorino, como yo (ya quedamos pocos: los de ahora son distintos; incluso los de nuestra generación que se quedaron han cambiado y a nosotros, en cierta medida, nos ha conservado, como un resto arqueológico o quizá un fósil, el vivir fuera). Justamente el hecho que sea un peruano y no un apátrida quien observa París y la propia vida da el tono al libro. Que los textos sean apátridas porque no pertenecen a ningún género no creo que tengo mucho sentido; para comenzar no tomo demasiado en serio los géneros (el que Palma inventará un seudo género llamado “la tradición” me ha parecido siempre un error y una tontería) y tus prosas me parecen fragmentos del diario de un escritor para los que no faltan ejemplos, aunque escritos o seleccionados con una tendencia particular que los hacen interesantes. He dicho “prosas” y tampoco me gusta esta palabra en el título, pues da la idea de escritura artista, atenta sobre todo a efectos de estilo, a cierto brillo superficial que está lejos
–gracias a Dios– de lo que haces. El epígrafe de Tagore tampoco me gusta: patético y, en última instancia, incomprensible.
La Literatura confesional –los diarios, las memorias– me atrae pero casi siempre me decepciona. Cuando intenté escribir algo sobre la primera edición de tu libro me compré un tomo de la NRF sobre los diarios íntimos (una antología) que encontré completamente ilegible. En teoría, supongo, un escritor puede contar sus intimidades (es lamentable que esto haya llegado a significar casi siempre su vida sexual) pero en la práctica el resultado suele ser un exhibicionismo vanidoso e intolerable. La discreción me parece una virtud en todas las relaciones humanas y, por supuesto, en la que se establece entre el autor y su lector. La personalidad del autor debe advertirse no a pesar de sino a causa misma de la discreción, como conocemos a un amigo sin necesidad de que se haya lanzado nunca a confidencias no solicitadas. Creo que el lector conoce mejor al discreto Corpus Barga que a la huachafa Simone de Beauvoir; en Corpus se tiene la impresión de llegar a conocer a un hombre por lo que dice y lo que no dice; en Simone una escritora se pone la máscara de mujer moderna y nada nos dice saber cómo y con quién se acostaba.
Naturalmente creo que estás muchos más cerca de Corpus Barga y la discreción sería la primera cualidad que elogiaría en tu libro. Creo que aún quien no te haya tratado personalmente aprende a conocerte un poco, ya hace tiempo que sé que todo lo que escribes está respaldado por tu persona –esto sería largo de explicar y me parece que por ahora no voy a intentarlo. Hay en tu libro la revelación de una verdadera intimidad.
La presencia de tu mujer y tu hijo, por ejemplo. Me parece aborrecible hacer literatura con la propia vida privada, sobre todo cuando se implica a otras personas y tú no lo haces, pero entre líneas se descubre el afecto: pienso, entre muchas páginas, en la que comienza “Una mujer, cómo anima una casa” y a varias consideraciones generales sore los niños, en que se advierte a un niño de carne y hueso cerca del padre que, sin que el niño se dé cuenta, piensa en él con ternura, con admiración, con cierta alarma.
No estoy seguro de que yo te llamaría escéptico. Tienes cierta desconfianza de las famosas “ideas generales”, forma –la desconfianza, no las ideas– muy literaria y nada despreciable de la inteligencia. Sobre todo te has librado, no te han tocado nunca, los grandes clisés, los lugares comunes de la época, el marxismo barato que ve la economía, el imperialismo etc. por todas partes, la jerga de la nueva crítica con su abuso de la palabra “ambigüedad” y otras, etc. Algunas de las cosas que dices están bien, otras menos y algún día podríamos discutirlas, otras, en fin, me parecen simples distracciones, como esa progresión geométrica de los antepasados, en la que te has olvidado que en el árbol genealógico de cualquiera una misma persona puede figurar varias veces –por ejemplo puedees descender por tu padre y por tu madre de una misma pareja del siglo XII– y naturalmente que dos personas pueden compartir el mismo antepasado –tú y yo podríamos tener uno común en el siglo XVIII limeño. En todo caso lo importante es que, buenas o malas, las ideas son tuyas, las has pensado tú y no el último libro que has leído.
Vuelvo otra vez a tu persona o al personaje que se va construyendo en episodios que aparentemente son sólo intelectuales. Creo que asoma, casi a pesar tuyo, un romántico que ha sobrevivido a todo. Lo advierto en el título, en el epígrafe, en la voz un poco trémula cuando rozas asuntos sexuales, en la ilusión un poco adolescente de pureza, en la ilusión y la preocupación de lo durable en literatura, en el trato de ciertos temas como el de las azafatas de las líneas aéreas en que la juventud y la belleza evocan inmediatamente la imagen de restos colgando de árboles tropicales, en ese no conformarse ante el olvido, el paso del tiempo, la fealdad de las gentes, la propia vida “y el pesar de no ser lo que yo hubiera sido / La pérdida del reino que estaba para mi“. Romanticismo sobre todo por el encarnizamiento frente a las propias ilusiones. Si el padre (venerado!) no siempre se quedaba en la oficina ¿porqué pensar en que frecuentaba justamente los prostíbulos más abyectos? No sería los más abyectos –¿cómo saberlo?– y tal vez ni siquiera prostíbulos pero otra persona, al descubrir el secreto podría reaccionar con ironía, con tolerancia.
Pero que seas como eres me parece muy bien. Una de las pocas cosas que creo haber llegado a comprender es que el escritor debe ser quien es y que esto es mucho más raro de lo que parece. Casi todos quieren parecerse a un ideal que no corresponde a su temperamente ni a sus fuerzas y, como muchas veces nos atrae lo que nos falta, lo que no somos, el resultado es fatal. Creo que te dije mi fórmula sobre Mario, a propósito de sus últimos libros: un Balzac que quiere ser Flaubert.
Esto no lo digo con ironía sino al contrario, porque a fin de cuentas Balzac, con todos sus defectos –de todos los grandes escritores es el más defectuoso y lleno de caídas- me parece mas grande que Flaubert. Mario tiene una fuerza verdaderamente balzaciana, una rara capacidad de organizar grandes masas novelísticas pero ahora parece fascinado por cierta perfección estilística, formal que no es lo suyo y –a mi juicio- no le sale bien. En cambio para hablar de ti no recurriría al nombre de ningún escritor: una formación fracesa, sin duda, un don de observación, de meditación propiamente literaria que recuerda a algunos maestros del XIX pero, a fin de cuentas, lo que escribes es auténtico, impermeable a las modas, solamente tuyo.
Sabes que te he incitado a corregir la Crónica de San Gabriel que me parece una novela preciosa bastante estropeada por descuidos de estilo. He estado tentado de mandarte un ejemplar cruelmente anotado pero solo tengo uno y no pienso deshacerme de él. En este libro encuentro también lo que me parecen algunos errores. En la N°28, por lo demás admirable, en la que se siente el estremecimiento de quien ha atravesado y superado felizmente una terrible enfermedad, ¿porqué decir “no hollan terreno seguro” en vez de, simplemente, “no pisan terreno seguro”? En la N°35, cuyo final es de un encarnizamiento muy ribeyriano, un aparente cinismo para no ser culpable de ternura (“Alcachofa” “Y se fregó...”) la palabra orgasmo es inexacta: hay que ser muy hablador, y hablar muy rápido para decirse palabras durante el organosmo, será durante el acto sexual. El “A mí” con que empieza la N°60 ¿es español o el “A moi” francés”? etc. Dicho todo esto añado que no tiene importancia. Hace muchos años habría pensado que eran defectos serios. Ahora no lo creo. En estas prosas te has encontrado una forma que te conviene y deseo que las sigas escribiendo a menudo y durante muchos años. Eres un buen escritor, Julio Ramón, esto no lo digo fácilmente y me alegra poder decírtelo porque hace tiempo que siento por ti verdadero afecto y admiración. No te digo que tu libro durará, porque en el Perú hay tan poca competencia que duraremos todos y, de otra parte, porque soy
capaz de imaginar una sociedad tan imbécil en la que no dure ni Shakespeare. Merece durar y espero que encuentre siempre los lectores que merece.
Recuerdos en tu casa. Un gran abrazo de
Luis

Se me acaba de ocurrir fotocopiar esta carta y mandarle una copia a Abelardo, tu prologuista, y quizá podemos iniciar una conversación a tres voces. Espero que no te parezca mal.




Paris, 1 de setiembre 1978.

Querido Lucho:

El título PROSAS APATRIDAS no es un título feliz, claro, pero es un título que “ya pegó”. Debí elegir otro mejor en su momento, pero a estas alturas ya es difícil cambiarlo. Me vino de golpe, sin pensarlo y los lectores lo aceptaron, dándole cada cual su propia interpretación. Acabo de leer una notita de Macera sobre este libro, verdaderamente delirante. Lo comenta a un nivel típicamente maceriano y termina empleando dos expresiones que se me han quedado grabadas: “proceso de nacionalización” e “interdicto de paternidad”. Bueno, esto es solo un ejemplo de cómo cada cual entiende el título. En cuanto a que sea un género nuevo, yo no lo creo, como tú. Pero sí creo que muchos lo considerarán como una forma de expresión novedosa y original y tratarán de imitarlo –ya he notado algunas tímidas tentativas–, lo que será fatal para ellos y para mí. Para ellos, pues como bien supones, estos textos no surgen del aire, sino que son la emanación y la selección de una obra mucho más vasta, mi diario, que les sirve de sustento. Fatal también para mí, pues la imitación degrada y caricaturiza al modelo.
En tu carta dices cosas sobre mí que me han dejado “songeur” (pensativo? soñando?, no veo por ahora el equivalente), no porque sean buenas o malas, sino por que son exactas. Dices algo como que soy “un romántico que se ha sobrevivido”. No diré que esto me halaga, pero sí me sorprende, pues justamente hace un tiempo, hablando con Alfredo Bryce, convinimos en que ambos éramos escritores que podrían calificarse de “neorománticos”. Luego me di cuenta que Bryce y yo teníamos concepciones diferentes del romanticismo, pero de todos modos vale la pena la coincidencia. Bryce se considera romántico a causa de su vida aventuresca, sus renovadas historias sentimentales, su pasión por viajar y recorrer tierras extrañas, la búsqueda de cierta intensidad en todas sus experiencias y la manera como él deja, al menos en su última novela, que su vida amorosa impregne todo lo que escribe. Yo soy romántico de otra manera. Se puede ser romántico sin salir de su habitación ni vivir amores candentes. Lo soy, no solo por muchas de las cosas que dices, sino porque en lo que escribo, a pesar de su aparente frialdad y a veces exceso de raciocinio, hay una poderosa carga sentimental que es, a la postre, lo que me mueve a escribir y que me llevaría fácilmente a la sensiblería –y me ha llevado algunas veces– sino me escudara tras la ironía.
Otra cosa que quería comentar es tu observación sobre lo de que “el escritor debe ser quien es”, frase que citada entre comillas y fuera de su marco puede parecer una perogrullada. Pero tal como tú lo enfocas es rigurosamente exacta, una de esas certezas que uno adquire con los años. Sobre esto tengo una anécdota, que podría ser más bien una metáfora, a la que llamo “la bata japonesa” (si Vargas Llosa tiene su “caja china, ¿porqué no tener yo mi “bata japonesa”?). Alida me trajo de Japón una linda bata de seda natural, un kimono, de amplio vuelo y anchas mangas. En la primera oportunidad que estuve libre en casa me la puse y allí empezó el desastre. No había perilla de puerta o esquina de mesita donde no me quedara enganchado. Cada vez que me lavaba las manos el agua me entraba por las mangas. El gato se dedicó a perseguirme y lanzar zarpazos a la flotante vestidura, creyendo que le estaba proponiendo un juego. Como estaba solo, tuve que hacer la vajilla y cocinar y en consecuencia me salpiqué todo de detergente y en el momento de freír mi bistec estuve a punto de arder como una antorcha. Comprendí que la indumentaria, la vestimenta, es el fruto de una cultura y está adaptada a un modo de vida y una función. La bata japonesa era lo menos apropiado para un departamento parisién, que son muy pequeños y están atiborrados de muebles y objetos puntiagudos. La bata japonesa es solo cómoda y funcional en una casa japonesa, que está dotada de habitaciones que sin ser grandes son austeras, donde no hay casi muebles, ni puertas, ni perillas, ni puntas. Aparte de ello la bata japonesa no va con quien tiene que hacerse todo en casa, sino con quien lleva una vida contemplativa, ocupado en el ocio, la meditación, la conversación, servido por diligentes mujeres y no como para quien vive en una sociedad donde la mujer emancipada ha forzado al hombre a compartir los trabajos domésticos más arduos. En suma, archivé la bata japonesa en el ropero y me puse mi vieja, desteñida y personalísima bata de paño. Muchos escritores cometen el mismo error. Atraídos por el exotismo, la moda, el lustre, dejan de lado su indumentaria natural y se revisten de la bata japonesa. Arruinan la bata, todo les sale mal, quedan disfrazados.
Esto puede parecer una “prosa apátrida”, pero mi propósito es relacionarlo con tu “boutade” sobre Mario: “un Balzac que quiere escribir como Flaubert”. Dejando de lado todo lo que de elogioso puede haber en la fórmula (de acuerdo en que Mario es balzaciano y que Balzac es verdaderamente el “grande”), también es cierto que nuestro amigo se ha metido en su última y en parte penúltima novelas no solo en camisa de once varas sino en la “bata japonesa”. ¿Por qué demonios tentar la prosa artística, el humor, lo autobiográfico, cuando su grandeza venía justamente de la exclusión de esos elementos? Para citar solo referencias latinoamericanas, su prosa nunca será más trabajada que la de Carpentier, su humor más natural y eficaz que el de García Marquez y su vida más novelable que la de tantos escritores que se pueden citar. No lo entiendo verdaderamente. Yo tengo a veces ganas de decirlo o decírselo, pero francamente me inhibo. Tal vez me anime a tocar el tema en una carta que debo escribirle (Alida acaba de regresar de Lima y Mario tuvo para con ella atenciones muy afectuosas), pero aún no sé cómo lo tomará. Más aún cuando hay una tendencia en muchos críticos y articulistas a oponer, contraponer la imagen de Mario a la mía, lo que yo considero inaceptable por cantidad de razones, entre otras porque los términos de la comparación son inoperantes: Mario es el “gran” escritor y yo –si tú lo admites- un “buen” escritor.
Veo que me será imposible responderte en detalle. Echas tantas ideas en tu carta, al desgaire, que no puedo recogerlas todas. Muy simpática tu apreciación sobre CRONICA DE SAN GABRIEL y lo imperioso de corregir sus descuidos. Ya que no quieres prestarme tu ejemplar anotado, la próxima vez que pase por Ginebra tomará notas de él.
Antes de concluir esta, dices algo en tu carta que me ha hecho vacilar. Tenía pensado y aún lo tengo, publicar mi diario en dos o tres volúmenes (los años 50 al 70). Si la duda me viene es porque se trata de un género viciado por una serie de taras naturales, humanas: exhibicionismo, vanidad, autocomplacencia, etc., como lo dices. ¿Qué hacer en este caso? ¿Correr el riesgo? Lo cierto es que voy a tener que releerlo de corrido para ver si no incurro excesivamente en esos vicios. Para lo cual necesito primero pasarlo en limpio, lo que me parece agobiante.
Me parece muy bien que le hayas enviado copia de tu carta a Oquendo, pero dudo que este flojo responda. Los limeños o peruanos en general nunca se han caracterizado por una vocación epistolar.
Bueno, mis cariños a Rachel y un afectuoso abrazo de
Julio Ramón

Supongo que estarás siguiendo el torneo Karpov-Kortchnoi, que a mi juicio es de nivel más bien bajo, poco brillante quiere decir, salvo algunas hábiles combinaciones de campeón.



Paris, 21 de setiembre 78.

Querido Lucho:
Tus notas sobre SAN GABRIEL llegaron justamente cuando te estaba escribiendo para pedirte que no olvidaras de enviármelas. Las he leído con el interés que puedes imaginar, pero sobre todo con sorpresa. Sé y sabes que cada lector lee un libro a su manera, pero hay lectores que con su lectura establecen una nueva red de relaciones no solo entre el libro y sus pares sino entre el libro y su autor y entre el libro y la literatura. Tus notas me han permitido encontrar en mi novela aspectos que no había visto y sentidos que no había previsto.
Por ejemplo: yo había pensado que una de las características de SAN GABRIEL era la delimitación precisa donde ocurre la acción y la clasificaba por ello dentro lo que llamo “novelas del espacio cerrado” (así como hay novelas del cuartel, del convento, del internado, del sanatorio etc. SAN GABRIEL sería la novela de la hacienda, considerada esta como una microsociedad jerarquizada). Tú me has hecho notar que este aislamiento es aparente y que este mundo celular está en realidad vinculado con el exterior a través de diferentes puentes, que van desde la dependencia económica hasta la disposición anímica de los personajes, cuyos sueños, conversaciones, aspiraciones tienden hacia el mundo exterior, en virtud de una dinámica que los conduce finalmente a la salida y a la dispersión. Todo esto que te digo no está muy claro. Podría resumirlo así: has “desenclavado” la novela para situarla en un contexto más amplio, del cual recibe una sobrecarga de sentido que la enriquece y explica. Ello te permite además –por primera vez, creo, en tus ensayos– un enfoque económico y político del libro que, a mi juicio, es acertado, no solo porque “las cosas son así”, sino porque termina con la manera tradicional de leerlo como una novela puramente sicológica.
Otra cosa que destacas en la novela son las oposiciones entre el narrador y sus parientes, estos y los indios, los indios y el narrador, el narrador y la naturaleza, etc. oposiciones que yo no había premeditado pero que en efecto “están allí” y que podrían prestarse a una serie de prolongaciones y reflexiones. Como también me ha interesado tus alusiones al carácter “iniciático” del libro (sobre esto me parece que alguien escribió una disertación en una universidad USA, pero no estoy seguro, tendría que buscar el artículo) y lo referentes al “punto de vista” (tan caro a James y del cual hemos hablado) y que yo debo haber im¬plicado empíricamente, sin prever su alcance. En fin, podría decirte aún muchas cosas sobre tus notas, pero me viene el escrúpulo de convertir esta carta en un comentario a tu comentario, el que tal vez suscitaría un nuevo comentario tuyo y de vuelta otro mío y así hasta el infinito. Prefiero francamente evitar este juego de espejos y de reflejos, muy literario por cierto, pero que entraña el peligro de convertirse en mero ejercicio de la inteligencia.
Me vienen más bien otro tipo de observaciones, más personales o concretas. Por ejemplo, la incomunicación de la que hablas y que es patente en la novela, ¿hasta qué punto estaba determinada por mi propia situación cuando la escribía? Munich 1956: acababa de llegar a esa ciudad, no hablaba alemán, pasaba los días encerrado en un cuarto de un suburbio obrero, el horrible invierno no me permitía salir ni tomar contacto con el barrio y sus atracciones (cervecerías, parques, etc.), mi único amigo, Alberto Escobar, vivía en el polo opuesto. Durante tres meses, por lo menos, no crucé prácticamente palabra con nadie. Fue durante esos tres meses (según he verificado en mis cuadernos manuscritos) que escribí los veinte primeros capítulos de SAN GABRIEL, de un solo aliento. Nunca he vuelto a escribir con esa facilidad y velocidad. Los cuatro últimos capítulos los escribí dos años más tarde, cuando ya se había roto la atmósfera espiritual del comienzo.
Es por ello que esos capítulos muestran una aceleración en los hechos, que tú has perspicazmente señalado.
Otro detalle: hay una especie de “flous” en mi memoria que me impide distinguir a veces lo real de lo inventado. No en incidentes espectaculares (por ejemplo, el terremoto no se produjo en la hacienda cuando yo estuve sino meses más tarde), pero sí gestos, diálogos, pequeñas escenas. La ascensión al cerro: no sé ahora si llegué realmente a la cumbre o si solo contemplé el paisaje desde la falda. Y como esta hay otra serie de situaciones que no sé si pertenecen al domino de lo vivido o de lo imaginado.
Recapitulando, no podría decirte ahora si tus notas se alinean en la categoría de las óptimas (y que en EL SOL DE LIMA tengo mar¬cadas) o solamente de las buenas (y aquí terminan las categorías).
De todos modos a mí me ha producido un gran placer leerlas y, para completar tu dedicatoria manuscrita, me he sentido halagado y visto en mi solapa “la hoja de laurel”, de que habla Darío.
Y ahora, puesto que todo regalo se hace completo, me gustaría que alguna vez me señales los descuidos, faltas o errores que has notado en la novela, pues creo como tú que vale la pena subsanarlos, si se trata de cuestiones redaccionales fáciles de corregir. No veo en lo inmediato una reedicción de este libro, pero no debo descartarla.
En tu carta anterior citabas a Renard y hablabas de Léautaud y algo pensaba decirte sobre ambos, pero esta se alarga mucho y prefiero guardar mis reflexiones para otra oportunidad. Te anticipo que al primero lo releo poco o nunca, pero de sus libros nunca me desprendo. En cuanto al segundo, lo detesto.
Pienso esta noche “me plonger” en la lectura de Charle Bukowski, de quien compré dos libros ayer, influido, lo reconozco (y por primera vez) por una publicidad escrita y televisada a nivel mundial. Es actualmente la vedette USA, un viejo borracho, porno, sucio, a quien no se vacila en llamar el “nuevo Rabelais”. Ya te comunicará mis impresiones.
Bueno, Lucho, gracias por las notas, de las cuales espero que algún día podremos hablar directamente, y un abrazo.

Julio Ramón

El amor a los libros


El amor a los libros

Testimonio. El gran escritor Julio Ramón Ribeyro (1929-1991) escribió este texto para nuestro suplemento en 1927. Años después lo incluyó en su libro. “La caza sutil”.

Alfredo González Prada cuenta que su padre, don Manuel, sentía por los libros un respeto cual religioso, al extremo que era incapaz de subrayarlos o de trazar notas marginales. Se contentaba con redactar largas tiras de comentarios que añadía cuidadosamente al final de cada libro leído. Todo ello indica que don Manuel no amaba a los libros, sino que era un “respetuoso” lector.

En realidad existe un amor físico a los libros muy diferente al amor intelectual por la lectura. Por lo general el gran lector no ama a los libros, así como el don Juan no ama a las mujeres. El gran lector coge los libros conforme caen en sus manos, los usa y los olvida. El amante de los libros, en cambio, los ama en sí mismos como cuerpos independientes y vivos, como conjunto de páginas impresas que es necesario no solamente leer, sino palpar, alinear en un estante, incorporar al patrimonio material con el mismo derecho que al bagaje del espíritu. El amante de los libros no aspira solamente a la lectura sino a la propiedad. Y esta propiedad necesita observar todas las solemnidades, cumplir todos los ritos que la hagan incontestable.

El amor a los libros se patentiza en el momento mismo de su adquisición. El verdadero amante de los libros no tolera que el expendedor se los envuelva. Necesita llevarlos desnudos en sus manos. Irlos hojeando por el camino; meter los pies en un charco de agua, sufrir todos los trastornos de un primer encantamiento. Llegando a su casa lo primero que hará será grabar en la página inicial su nombre y la fecha del suceso, porque para él toda adquisición es una peripecia que luego será necesario conmemorar. Con el tiempo dirá: “Hace tantos años y tantos días que compré este libro”, como se dice: “Hace tanto tiempo que conocí esta mujer”.

Cumplido este requisito, el amante de los libros, cogerá el primer objeto que encuentre a su disposición —sea regla, tarjeta, u hoja de afeitar— y comenzará a cortar las páginas del libro y lo irá leyendo progresivamente, con vehemencia, con sobresalto: como se ama a una novia conforme se la va descubriendo. Y durante el proceso de la lectura no resistirá ninguna tentación.

Lo cubrirá de caricias y de rasguños. Las páginas se irán cubriendo de “ojos” admirados, de objeciones marginales a sus ideas atrevidas, de interrogaciones a sus párrafos oscuros. Y solamente así —después de haberlo hecho viajar en tranvía, después de haberse introducido con él a la cama— podrá decir que ha leído ese libro, que lo ha poseído, que lo ha amado. Es por este motivo que el amante de los libros es intolerante con los libros ajenos. Leer un libro ajeno es como leerlo a medias. Si el libro es nuevo el lector necesitará observar cierta cortesía —forrarlo, probablemente— necesitará, además, ser condescendiente con sus ideas, aceptar políticamente algunos puntos discutibles, combatir de continuo sus impulsos voraces y contentarse, por último, a dar aquí y allá un ligero toquecito a fin de no hacer ostensible, a ojos del propietario, ese abuso de confianza. Si el libro prestado es viejo y releído la situación varía radicalmente. El lector se enfrentará a él con la animosidad, con el escepticismo de quien se apresta a recorrer una floresta ya explorada, de la cual se ha recogido sus más sabrosos frutos. Cuando más, se limitará a descubrir algún rincón oculto que pasó inadvertido al propietario y en el cual pondrá el regocijo de un verdadero hallazgo.

Por esta misma razón el amante de los libros no puede frecuentar las bibliotecas públicas. El acto le parecerá tan humillante y pernicioso como visitar las casas de tolerancia. Los libros puestos a disposición de la comunidad son libros indiferentes, son libros fríos con los cuales no nace un acto de verdadero amor, no se crea una relación de confianza. Frente a ellos, solamente, podrá a veces practicarse un acto de brutalidad, como arrancar una de sus páginas. Hay gente, sin embargo, que solo lee en las bibliotecas públicas y esto revela, en el fondo, una profunda incapacidad para amar. Un libro leído y amado es un bien irreemplazable. [...] Los verdaderos amantes de los libros inscriben su vida en ellos. Se podrá adivinar el carácter de una persona, se podrá incluso trazar su biografía, examinando no solo qué libros ha leído, sino cómo los ha leído.

] El Dominical, 14 de julio de 1957 (fragmento).