Interior «L»


Julio Ramón Ribeyro

Interior «L»

El colchonero con su larga pértiga de membrillo sobre el hombro y el rostro recubierto de polvo y de pelusas atravesó el corredor de la casa de vecindad, limpiándose el sudor con el dorso de la mano.
—¡Paulina, el té! —exclamó al entrar a su habitación dirigiéndose a una muchacha que, inclinada sobre un cajón, escribía en un cuaderno. Luego se desplomó en su catre. Se hallaba extenuado. Toda la mañana estuvo sacudiendo con la vara un cerro de lana sucia para rehacer los colchones de la familia Enríquez. A mediodía, en la chingana de la esquina, comió su cebiche y su plato de frejoles y prosiguió por la tarde su tarea. Nunca, como ese día, se había agotado tanto. Antes del atardecer suspendió su trabajo y emprendió el regreso a su casa, vagamenre preocupado y descontento, pensando casi con necesidad en su catre destartalado y en su taza de té.
—Acá lo tienes —dijo su hija, alcanzándole un pequeño jarro de metal—. Está bien caliente —y regresó al cajón donde prosiguió su escritura. El colchonero bebió un sorbo mientras observaba las trenzas negras de Paulina y su espalda tenazmente curvada. Un sentimiento de ternura y de tristeza lo conmovió. Paulina era lo único que le quedaba de su breve familia. Su mujer hacía más de un año que muriera víctima de la tuberculosis. Esta enfermedad parecía ser una tara familiar, pues su hijo que trabajaba de albañil, falleció de lo mismo algún tiempo después.
—¡Le ha caído un ladrillo en la espalda! ¡Ha sido sólo un ladrillo! —recordó que argumentaba ante el dueño del callejón, quien había acudido muy alarmado a su propiedad al enterarse que en ella había un tísico.
—¿Y esa tos?, ¿y ese color?
—¡Le juro que ha sido sólo un ladrillo! Ya todo pasará.
No hubo de esperar mucho tiempo. A la semana el pequeño albañil se ahogaba en su propia sangre.
—Debió ser un ladrillo muy grande —comentó el propietario cuando se enteró del fallecimiento.
—Paulina, ¿me sirves otro poco?
Paulina se volvió. Era una cholita de quince años baja para su edad, redonda, prieta, con los ojos rasgados y vivos y la nariz aplastada. No se parecía en nada a su madre, la cual era más bien delgada como un palo de tejer.
—Paulina, estoy cansado. Hoy he cosido dos colchones —suspiró el colchonero, dejando el jarro en el suelo para extenderse a lo largo de todo el catre. Y como Paulina no contestara y dejara tan sólo escuchar el rasgueo de la pluma sobre el papel, no insistió. Su mirada fue deslizándose por el techo de madera hasta descubrir un tragaluz donde faltaba un vidrio. «Sería necesario comprar uno», pensó y súbitamente se acordó de Domingo. Se extrañó que este recuerdo no le produjera tanta indignación. ¡También había tenido que sucederle eso a él!
—Paulina, ¿cómo apellidaba Domingo?
Esta vez su hija se volvió con presteza y quedó mirándolo fijamente.
—Allende —replicó y volvió a curvarse sobre su tarea.
—¿Allende? —se preguntó el colchonero. Todo empezó cuando una tarde se encontró con el profesor de Paulina en la avenida. Apenas lo divisó corrió hacia él para preguntarle por los estudios de su hija. El profesor quedó mirándolo sorprendido, balanceó su enorme cabezacalva y apuntándole con el índice le hizo una revelación enorme:
—Hace dos meses que no va al colegio. ¿Es que está enferma acaso?
Sin dar crédito a lo que escuchaba regresó en el acto a su casa. Eran las tres de la tarde, hora eminentemente escolar. Lo primero que divisó fue el mandil de Paulina colgado en el mango de la puerta y luego, al ingresar, a Paulina que dormía a pierna suelta sobre el catre.
—¿Qué haces aquí?
Ella despertó sobresaltada.
—¿No has ido al colegio?
Paulina prorrumpió a llorar mientras trataba de cubrir sus piernas y su vientre impúdicamente al aire. Él, entonces, al verla tuvo una sospecha feroz.
—Estás muy barrigona —dijo acercándose—. ¡Déjame mirarte! —y a pesar de la resistencia que le ofreció logró descubrirla.
—¡Maldición! —exclamó—. ¡Estás embarazada! ¡No lo voy a saber yo que he preñado por dos veces a mi mujer!
—Allende, ¿no? —preguntó el colchonero incorporándose ligeramente—. Yo creía que era Ayala.
—No, Allende —replicó Paulina sin volverse.
El colchonero volvió a recostar su cabeza en la almohada. La fatiga le inflaba rítmicamente el pecho.
—Sí, Allende—repitió—. Domingo Allende.
Después de los reproches y de los golpes ella lo había confesado. Domingo Allende era el maestro de obras de una construcción vecina, un zambo fornido y bembón, hábil para decir un piropo, para patear una pelota y para darle un mal corte a quien se cruzara en su camino.
—Pero ¿de quién ha sido la culpa? —habíale preguntado tirándola de las trenzas.
—¡De él! —replicó ella—. Una tarde que yo dormía se metió al cuarto, me tapó la boca con una toalla y...
—¡Sí, claro, de él! ¿ Y por qué no me lo dijiste?
—¡Tenía vergüenza!
Y luego qué rabia, qué indignación, qué angustia la suya. Había pregonado a voz en cuello su desgracia por todo el callejón, confiando en que la solidaridad de los vecinos le trajera algún consuelo.
—Vaya usted donde el comisario —le dijo el gasfitero del cuarto próximo.
—Estas cosas se entienden con el juez —le sugirió un repartidor de pan.
Y su compadre, que trabajaba en carpintería, le insinuó cogiendo su serrucho.
—Yo que tú... ¡zas! —y describió una expresiva parábola con su herramienta.
Esta última actitud te pareció la más digna, a pesar de no ser la más prudente, y armado solamente de coraje se dirigió a la construcción donde trabajaba Domingo.
Todavía recordaba la maciza figura de Domingo asomando desde un alto andamio.
—¿Quién me busca?
—Aquí un señor pregunta por ti.
Se escuchó un ruido de tablones cimbrándose y pronto tuvo delante suyo a un gigante con las manos manchadas de cal, el rostro salpicado de yeso y la enorme pasa zamba emergiendo bajo un gorro de papel. No sólo decayeron sus intenciones belicosas, sino que fue convencido por una lógica —que provenía más de los músculos que de las palabras— que Paulina era la culpable de todo.
—¿Qué tengo que ver yo? ¡Ella me buscaba! Pregunte no más en el callejón. Me citó para su cuarto. «Mi papá no está por las tardes», dijo. ¡Y lo demás ya lo sabe usted!...
Sí, lo demás ya lo sabía. No era necesario que se lo recordaran. Bastaba en aquella época ver el vientre de Paulina, cada vez más hinchado, para darse cuenta que el mal estaba hecho y que era irreparable. En su desesperación no le quedó más remedio que acudir donde la señora Enríquez, vieja mujer obesa a quien cada cierto tiempo rehacía el colchón.
—No sea usted tonto —lo increpó la señora—. ¡Cómo se queda así tan tranquilo! Mi marido es abogado. Pregúntele a él.
Por la noche lo recibió el abogado. Estaba cenando, por lo cual lo hizo sentar a un extremo de la mesa y le invitó un café.
—¿Su hija tiene sólo catorce años? Entonces hay presunción de violencia. Eso tiene pena de cárcel. Yo me encargaré del asunto. Le cobraré, naturalmente, un precio módico.
—Paulina, ¿no te dan miedo los juicios? —preguntó el colchonero con la mirada fija en el vidrio roto, por el cual asomaba una estrella.
—No sé —replicó ella, distraídamente.
El sí lo tenía. Ya una vez había sido demandado por desahucio. Recordaba, como una pesadilla, sus diarios vagares por el palacio de justicia, sus discusiones con los escribanos, sus humillaciones ante los porteros. ¡Qué asco! Por eso la posibilidad de embarcarse en un juicio contra Domingo lo aterró.
—Voy a pensarlo —dijo al abogado.
Y lo hubiera seguido pensando indefinidamente si no fuera por aquel encuentro que tuvo con el zambo Allende, un sábado por la tarde, mientras bebía cerveza. Envalentonado por el licor se atrevió a amenazarlo.
—¡Te vas a fregar! Ya fui donde mi abogado. ¡Te vamos a meter a la cárcel por abusar de menores! ¡Ya verás!
Esta vez el zambo no hizo bravatas. Dejó su botella sobre el mostrador y quedó mirándolo perplejo. Al percatarse de esta reacción, él arremetió.
—¡Sí, no vamos a parar hasta verte metido entre cuatro paredes! La ley me protege.
Domingo pagó su cerveza y sin decir palabra abandonó la taberna. Tan asustado estaba que se olvidó de recoger su vuelto.
—Paulina, esa noche te mandé a comprar cerveza.
Paulina se volvió.
—¿Cuál?
—La noche de Domingo y del ingeniero.
—Ah, sí.
—Anda ahora, toma esto y cómprame una botella. ¡Que esté bien helada! Hace mucho calor.
Paulina se levantó, metió las puntas de su blusa entre su falda y salió de la habitación.
El mismo sábado del encuentro en la taberna, hacia el atardecer, Domingo apareció con el ingeniero. Entraron al cuarto silenciosos y quedaron mirándolo. Él se asombró mucho de la expresión de sus visitantes. Parecían haber tramado algo desconocido.
—Paulina, anda a comprar cerveza —dijo él, y la muchacha salió disparada.
Cuando quedaron los tres hombres solos hicieron el acuerdo. El ingeniero era un hombre muy elegante. Recordó que mientras estuvo hablando, él no cesó de mirarte estúpidamente los dos puños blancos de su camisa donde relucían gemelos de oro.
—El juicio no conduce a nada —decía, paseando su mirada por la habitación con cierto involuntario fruncimiento de nariz—. Estará usted peleando durante dos o tres años en el curso de los cuales no recibirá un cobre y mientras canto la chica puede necesitar algo. De modo que lo mejor es que usted acepte esto... —y se llevó la mano a la cartera.
Su dignidad de padre ofendido hizo explosión entonces. Algunas frases sueltas repicaron en sus oídos. «¿Cómo cree que voy a hacer eso?», «¡Lárguese con su dinero!», «...el juez se entenderá con ustedes!» ¿Para qué tanto ruido si al final de todo iba a aceptar?
—Ya sabe usted —advirtió el ingeniero antes de retirarse—. Aquí queda el dinero, pero no meta al juez en el asunto.
Paulina entró con la cerveza.
—Destápala —ordenó él.
Aquella vez Paulina también llegó con la cerveza pero, cosa extraña, hubo de servirle al ingeniero y a su violador. Ella también bebió un dedito y los cuatro brindaron por «el acuerdo».
—¿No quieres un poco? —preguntó el colchonero.
Paulina se sirvió en silencio y entregó la botella a su padre.
Por el hueco del vidrio seguía brillando la estrella. Entonces, también brillaba la estrella, pero sobre la mesa ahora desolada, había un alto de billetes.
—¡Cuánto dinero! —había exclamado Paulina cayendo sobre el colchón.
Mucho dinero había sido, en efecto, ¡mucho dinero! Lo primero que hizo fue ponerle vidrios al tragaluz. Después adquirió una lámpara de kerosene. También se dieron el lujo de admitir un perrito.
—Paulina, te acuerdas de Bobi? ¡El pobre!
Y así como el perrito desapareció sin dejar rastros —se sospechó siempre del carnicero— el cristal fue destrozado de un pelotazo. Sólo quedaba el lamparín de kerosene. Y el recuerdo de aquellos días de fortuna. ¡El recuerdo!
—¡Qué días esos. Paulina!
Durante más de quince días estuvo sin trabajar. En sus ociosas mañanas y en sus noches de juerga encontraba el delicioso sabor de una revancha. Del dinero que recibiera iba extrayendo en febriles sorbos, todas las experiencias y los placeres que antes le estuvieron negados. Su vida se plagó de anécdotas, se hizo amable y llevadera.
—¡Maestro Padrón! —le gritaba el gasfitero todas las tardes—. ¿Nos vamos a tomar nuestro caldito? —y juntos se iban a la chingana de don Eduardo.
—¡Maestro Padrón! ¿Conoce usted el hipódromo? —recordaba un vasto escenario verde lleno de chinos, de boletos rotos y naturalmente de caballos. Recordaba, también, que perdió dinero.
—¡Maestro Padrón! ¿Ha ido usted a la feria?...
—¡Sería necesario poner un nuevo vidrio! —exclamó el colchonero con cierta excitación—. Puede entrar la lluvia en el invierno.
Paulina observó el tragaluz.
—Está bien así—replicó—. Hace fresco.
—¡Hay que pensar en el futuro!
Entonces no pensaba en el futuro. Cuando el gasfitero le dijo: «¡Maestro Padrón! ¿Damos una vuelta por la Victoria?», él aceptó sin considerar que Paulina tenía ocho meses de embarazo y que podía dar a luz de un momento a otro. Al regresar a las tres de la mañana, abrazado del gasfitero, encontró su habitación llena de gente: Paulina había abortado. En un rincón, envuelto en una sábana, había un bulto sanguinolento. Paulina yacía extendida sobre una jerga con el rostro verde como un limón.
—¡Dios mío, murió Paulicha! —fue lo único que atinó a exclamar antes de ser amonestado por la comadrona y de recibir en su rostro congestionado por el licor un jarro de agua helada.
Por el tragaluz se colaba el viento haciendo oscilar la llama del lamparín. La estrella se caía de sueño.
—¡Habrá que poner un vidrio! —suspiró el colchonero y corno Paulina no contestara insistió—: ¡Qué bien nos sirvió el de la vez pasada! No costó mucho, ¿verdad?
Paulina se levantó, cerrando su cuaderno.
—No me acuerdo —dijo y se acercó a la cocina. Recogiendo su falda para no ensuciarla puso las rodillas en tierra y comenzó a ordenar los carbones.
—¿Cuánto costaría? —pensó él—. Tal vez un día de trabajo —y observó las anchas caderas de su hija. Muchos días hubieron de pasar para que recuperara su color y su peso. Los restos de su pequeño capital se fueron en remedios. Cuando por las noches el farmacéutico le envolvía los grandes paquetes de medicinas él no dejaba de inquietarse por el tamaño de la cuenta.
—Pero no ponga esa cara —reía el boticario—. Se diría que le estoy dando veneno.
El día que Paulina pudo levantarse él ya no tenía un céntimo. Hubo, entonces, de coger su vara de membrillo, sus temibles agujas, su rollo de pica y reiniciar su trabajo con aquellas manos que el descanso había entorpecido.
—Está usted muy pesado —le decía la señora Enríquez al verlo resoplar mientras sacudía la lana,
—Sí, he engordado un poco.
Hacía de esto ya algunos meses. Desde entonces iba haciendo su vida así, penosamente, en un mundo de polvo y de pelusas. Ese día había sido igual a muchos otros, pero singularmente distinto. Al regresar a su casa, mientras raspaba el pavimento con la varilla, le había parecido que las cosas perdían sentido y que algo de excesivo, de deplorable y de injusto había en su condición, en el tamaño de las casas, en el color del poniente. Si pudiera por lo menos pasar un tiempo así, bebiendo sin apremios su té cotidiano, escogiendo del pasado sólo lo agradable y observando por el vidrio roto el paso de las estrellas y de las horas. Y si ese tiempo pudiera repetirse... ¿era imposible acaso?
Paulina inclinada sobre la cocina soplaba en los carbones hasta ponerlos rojos. Un calor y un chisporroteo agradables invadieron la pieza. El colchonero observó la trenza partida de su hija, su espalda amorosamente curvada, sus caderas anchas. La maternidad le había asentado. Se la veía más redonda, más apetecible. De pronto una especie de resplandor cruzó por su mente. Se incorporó hasta sentarse en el borde del catre:

—Paulina, estoy cansado, estoy muy cansado... necesito reposar... ¿por qué no buscas otra vez a Domingo? Mañana no estaré por la tarde.
Paulina se volvió a él bruscamente, con las mejillas abrasadas por el calor de los carbones y lo miró un instante con fijeza. Luego regresó la vista hacia la cocina, sopló hasta avivar la llama y replicó pausadamente:
—Lo pensaré.

(Madrid, 1953)

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