Mar afuera

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Mar afuera

Julio Ramón Ribeyro


Desde que zarpara la barca, Janampa había pronunciado sólo dos o tres palabras, siempre oscuras, cargadas de reserva, como si se hubiera obstinado en crear un clima de misterio. Sentado frente a Dionisio, hacía una hora que remaba infatigablemente. Ya las fogatas de la orilla habían desaparecido y las barcas de los otros pescadores apenas se divisaban en lontananza, pálidamente iluminadas por sus faroles de aceite. Dionisio trataba en vano de estudiar las facciones de su compañero. Ocupado en desaguar el bote con la pequeña lata, observaba a hurtadillas su rostro que, recibiendo en plena nuca la luz cruda del farol, sólo mostraba una silueta negra e impenetrable. A veces, al ladear ligeramente el semblante, la luz se le escurría por los pómulos sudorosos o por el cuello desnudo y se podía adivinar una faz hosca, decidida, cruelmente poseída de una extraña resolución.

—¿Faltará mucho para amanecer?
Janampa lanzó sólo un gruñido, como si dicho acontecimiento le
importara poco y siguió clavando con frenesí los remos en la mar
negra.
Dionisio cruzó los brazos y se puso a tiritar. Ya una vez le habia
pedido los remos pero el otro rehusó con una blasfemia. Aún no
acertaba a explicarse, además, por qué lo había escogido a él,
precisamente a él, para que lo acompañara esa madrugada. Es cierto que el Mocho estaba borracho pero había otros pescadores disponibles con quienes Janampa tenía más amistad. Su tono, por otra parte, había sido imperioso. Cogiéndolo del brazo le había dicho:
—Nos hacemos a la mar juntos esta madrugada.
—Y fue imposible negarse. Apenas pudo apretar la cintura de la
Prieta y darle un beso entre los dos pechos.
—¡No tardes mucho! —había gritado ella, en la puerta de la
barraca, agitando la sartén del pescado.
Fueron los últimos en zarpar. Sin embargo, la ventaja fue pronto
recuperada y al cuarto de hora habían sobrepasado a sus
compañeros.
—Eres buen remador —dijo Dionisio.
—Cuando me lo propongo —replicó Janampa, disparando una risa
sorda.
Más tarde habló otra vez:
—Por acá tengo un banco de arenques. —Tiró al mar un salivazo—.
Pero ahora no me interesa. —Y siguió remando mar afuera.
Fue entonces cuando Dionisio empezó a recelar. El mar, además,
estaba un poco picado. Las olas venían encrespadas y cada vez que
embestían el bote, la proa se elevaba al cielo y Dionisio veía a
Janampa y el farol suspendidos contra la Cruz del Sur.
—Yo creo que está bien acá —se había atrevido a sugerir.
—¡Tú no sabes! —replicó Janampa, casi colérico.
Desde entonces, ya tampoco él abrió la boca. Se limitó a desaguar cada vez que era necesario pero observando siempre con recelo al pescador. A veces escrutaba el cielo, con el vivo deseo de verlo desteñirse o lanzaba furtivas miradas hacia atrás, esperando ver el reflejo de alguna barca vecina.
—Bajo esa tabla hay una botella de pisco —dijo de pronto Janampa—.
Échate un trago y pásamela.
Dionisio buscó la botella. Estaba a medio consumir y casi con
alivio vació gruesos borbotones en su garganta salada.
Janampa soltó por primera vez los remos, con un sonoro suspiro, y se apoderó de la botella. Luego de consumirla la tiró al mar.
Dionisio esperó que al fin fuera a desarrollarse una conversación
pero Janampa se limitó a cruzar los brazos y quedó silencioso. La
barca con sus remos abandonados, quedó a merced de las olas. Viró ligeramente hacia la costa, luego con la resaca se incrustó mar afuera. Hubo un momento en que recibió de flanco una ola espumosa que la inclinó casi hasta el naufragio, pero Janampa no hizo un ademán ni dijo una palabra. Nerviosamente buscó Dionisio en su pantalón un cigarrillo y en el momento de encenderlo aprovechó para mirar a Janampa. Un segundo de luz sobre su cara le mostró unas facciones cerradas, amarradas sobre la boca y dos cavernas oblicuas incendiadas de fiebre en su interior.
Cogió nuevamente la lata y siguió desaguando, pero ahora el pulso le temblaba. Mientras tenía la cabeza hundida entre los brazos, le pareció que Janampa reía con sorna. Luego escuchó el paleteo de los remos y la barca siguió virando hacia alta mar.
Dionisio tuvo entonces la certeza de que las intenciones de
Janampa no eran precisamente pescar. Trató de reconstruir la
historia de su amistad con él. Se conocieron hacía dos años en una construcción de la cual fueron albañiles. Janampa era un tipo
alegre, que trabajaba con gusto pues su fortaleza física hacía
divertido lo que para sus compañeros era penoso. Pasaba el día
cantando, haciendo bromas o aventándose de los andamios para
enamorar a las sirvientas, para quienes era una especie de tarzán o de bestia o de demonio o de semental. Los sábados después de cobrar sus jornales, se subían al techo de la construcción y se jugaban a los dados todo lo que habían ganado.
—Ahora recuerdo —pensó Dionisio. Una tarde le gané al póquer todo
su salario.
El cigarrillo se le cayó de las manos, de puro estremecimiento.
¿Se acordaría? Sin embargo, eso no tenía mucha importancia. Él
también perdió algunas veces. El tiempo, además, había corrido.
Para cerciorarse, aventuró una pregunta.
—¿Sigues jugando a los dados?
Janampa escupió al mar, como cada vez que tenía que dar una
respuesta.
—No —dijo y volvió a hundirse en su mutismo. Pero después añadió—:
Siempre me ganaban.
Dionisio aspiró fuertemente el aire marino. La respuesta de su
compañero lo tranquilizó en parte a pesar de que abría una nueva
veta de temores. Además, sobre la línea de la costa, se veía un
reflejo rosado. Amanecía, indudablemente.
—¡Bueno! —exclamó Janampa, de repente—. ¡Aquí estamos bien! —Y
clavó los remos en la barca. Luego apagó el farol y se movió en su
asiento como si buscara algo. Por último se recostó en la proa y
comenzó a silbar.
—Echaré la red —sugirió Dionisio, tratando de incorporarse.
—No —replicó Janampa—. No voy a pescar. Ahora quiero descansar.
Quiero silbar también... —Y sus silbidos viajaban hacia la costa,
detrás de los patillos que comenzaban a desfilar graznando—. ¿Te
acuerdas de esto? —preguntó, interrumpiéndose.
Dionisio tarareó mentalmente la melodía que su compañero
insinuaba. Trató de asociarla con algo. Janampa, como si quisiera
ayudarlo, prosiguió sus silbos, comunicándole vibraciones
inauditas, sacudido todo él de música, como la cuerda de una
guitarra. Vio, entonces, un corralón inundado de botellas y de
valses. Era un cambio de aros. No podía olvidarlo pues en aquella
ocasión conoció a la Prieta. La fiesta duró hasta la madrugada.
Después de tomar el caldo se retiró hacia el acantilado, abrazando
a la Prieta por la cintura. Hacía más de un año. Esa melodía, como
el sabor de la sidra, le recordaba siempre aquella noche.
—¿Tú fuiste? —preguntó, como si hubiera estado pensando en viva
voz.
—Estuve toda la noche —replicó Janampa.
Dionisio trató de ubicarlo. ¡Había tanta gente! Además, ¿qué
importancia tendría recordarlo?
—Luego caminé hasta el acantilado —añadió Janampa y rió, rió para
adentro, como si se hubiera tragado algunas palabras picantes y se
gozara en su secreto.
Dionisio miró hacia ambos lados. No, no se avecinaba ninguna
barca. Un repentino desasosiego lo invadió. Recién lo asaltaba la
sospecha. Aquella noche de la fiesta Janampa también conoció a la
Prieta. Vio claramente al pescador cuando le oprimía la mano bajo
el cordón de sábanas flotantes.
—Me llamo Janampa —dijo (estaba un poco mareado)—. Pero en todo el
barrio me conocen por «el buenmozo zambo Janampa». Trabajo de
pescador y soy soltero.
Él, minutos antes, le había dicho también a la Prieta:
—Me gustas. ¿Es la primera vez que vienes aquí? No te había visto
antes.
La Prieta era una mujer corrida, maliciosa y con buen ojo para los
rufianes. Vio detrás de todo el aparato de Janampa a un donjuán de
barriada vanidoso y violento.
—¿Soltero? —le replicó—. ¡Por allí andan diciendo que tiene usted
tres mujeres! —Y tirando del brazo de Dionisio, se lanzaron a
cabalgar una polca.
—Te has acordado, ¿verdad? —exclamó Janampa—. ¡Aquella noche me
emborraché! ¡Me emborraché como un caballo! No pude tomar el
caldo... Pero al amanecer caminé hasta el acantilado.
Dionisio se limpió con el antebrazo un sudor frío. Hubiera querido
aclarar las cosas. Decirle para qué lo había seguido aquella vez y
qué cosa era lo que ahora pretendía. Pero tenía en la cabeza un
nudo. Recordó atropelladamente otras cosas. Recordó, por ejemplo,
que cuando se instaló en la playa para trabajar en la barca de
Pascual, se encontró con Janampa, que hacía algunos meses que se
dedicaba a la pesca.
—¡Nos volveremos a encontrar! —había dicho el pescador y, mirando
a la Prieta con los ojos oblicuos, añadió—: Tal vez juguemos de
nuevo como en la construcción. Puedo recuperar lo perdido.
Él, entonces, no comprendió. Creyó que hablaba del póquer. Recién
ahora parecía coger todo el sentido de la frase que, viniendo
desde atrás, lo golpeó como una pedrada.
—¿Qué cosa me querías decir con eso del póquer? —preguntó
animándose de un súbito coraje—. ¿Acaso te referías a ella?
—No sé lo que dices —replicó Janampa y, al ver que Dionisio se
agitaba de impaciencia, preguntó—: ¿Estás nervioso?
Dionisio sintió una opresión en la garganta. Tal vez era el frío o
el hambre. La mañana se había abierto como un abanico. La Prieta
le había preguntado una noche, después que se cobijaron en la
orilla:
—¿Conoces tú a Janampa? Vigílalo bien. A veces me da miedo. Me
mira de una manera rara.
—¿Estás nervioso? —repitió Janampa—. ¿Por qué? Yo sólo he querido
dar un paseo. He querido hacer un poco de ejercicio. De vez en
cuando cae bien. Se toma el fresco...
La costa estaba aún muy lejos y era imposible llegar a nado.
Dionisio pensó que no valía la pena echarse al agua. Además, ¿para
qué? Janampa —ya caían gotas de mañana en su cara— estaba quieto,
con las manos aferradas a los remos inmóviles.
—¿Lo has visto? —volvió a preguntar la Prieta una noche—. Siempre
ronda por acá cuando nos acostamos.
—¡Son ideas tuyas! —Entonces estaba ciego—. Lo conozco hace
tiempo. Es charlatán pero tranquilo.
—Ustedes se acostaban temprano... —empezó Janampa— y no apagaban
el farol hasta la medianoche.
—Cuando se duerme con una mujer como la Prieta... —replicó
Dionisio y se dio cuenta que estaban hollando el terreno temido y
que ya sería inútil andar con subterfugios.
—A veces las apariencias engañan —continuó Janampa— y las monedas
son falsas.
—Pues te juro que la mía es de buena ley.
—¡De buena ley! —exclamó Janampa y lanzó una risotada.
Luego cogió la red por un extremo y de reojo observó a Dionisio,
que miraba hacia atrás.
—No busques a los otros botes —dijo—. Han quedado muy lejos.
¡Janampa los ha dejado botados! —Y sacando un cuchillo, comenzó a
cortar unas cuerdas que colgaban de la red.
—¿Y sigue rondando? —preguntó tiempo después a la Prieta.
—No —dijo ella—. Ahora anda tras la sobrina de Pascual.
A él, sin embargo, no le pareció esto más que una treta para
disimular. De noche sentía rodar piedras cerca de la barraca y al
aguaitar a través de la cortina, vio a Janampa varias veces
caminando por la orilla.
—¿Acaso buscabas erizos por la noche? —preguntó Dionisio.
Janampa cortó el último nudo y miró hacia la costa.
—¡Amanece! —dijo señalando el cielo. Luego de una pausa, añadió—: No; no buscaba nada. Tenía malos pensamientos, eso es todo. Pasé muchas noches sin dormir, pensando... Ya, sin embargo, todo se ha arreglado...
Dionisio lo miró a los ojos. Al fin podía verlos, cavados
simétricamente sobre los pómulos duros. Parecían ojos de pescado o de lobo. «Janampa tiene ojos de máscara», había dicho una vez la Prieta. Esa mañana, antes de embarcarse, también los había visto.
Cuando forcejeaba con la Prieta a la orilla de la barraca, algo lo
había molestado. Mirando a su alrededor, sin soltar las adorables
trenzas, divisó a Janampa apoyado en su barca, con los brazos
cruzados sobre el pecho y la peluca rebelde salpicada de espuma.
La fogata vecina le esparcía brochazos de luz amarilla y los ojos
oblicuos lo miraban desde lejos con una mirada fastidiosa que era
casi como una mano tercamente apoyada en él.
—Janampa nos mira —dijo entonces a la Prieta.
—¡Qué importa! —replicó ella, golpeándole los lomos—. ¡Que mire
todo lo que quiera! —Y prendiéndose de su cuello, lo hizo rodar
sobre las piedras. En medio de la amorosa lucha, vio aún los ojos
de Janampa y los vio aproximarse decididamente.
Cuando lo tomó del brazo y le dijo: «Nos hacemos a la mar esta
madrugada», él no pudo rehusar. Apenas tuvo tiempo de besar a la Prieta entre los dos pechos.
—¡No tardes mucho! —había gritado ella, agitando la sartén del
pescado.
¿Había temblado su voz? Recién ahora parecía notarlo. Su grito fue como una advertencia. ¿Por qué no se acogió a ella? Sin embargo, tal vez se podía hacer algo. Podría ponerse de rodillas, por ejemplo. Podría pactar una tregua. Podría, en todo caso, luchar...


Elevando la cara, donde el miedo y la fatiga habían clavado ya sus zarpas, se encontró con el rostro curtido, inmutable, luminoso de Janampa. El sol naciente le ponía en la melena como una aureola de luz. Dionisio vio en ese detalle una coronación anticipada, una señal de triunfo. Bajando la cabeza, pensó que el azar lo había
traicionado, que ya todo estaba perdido. Cuando sobre la
construcción, a la hora del juego, le tocaba una mala mano, se
retiraba sin protestar, diciendo: «Paso, no hay nada que hacer»...
—Ya me tienes aquí... —murmuró y quiso añadir algo más, hacer
alguna broma cruel que le permitiera vivir esos momentos con
alguna dignidad. Pero sólo balbuceó—: No hay nada que hacer...
Janampa se incorporó. Sucio de sudor y de sal, parecía un monstruo marino.
—Ahora echarás la red desde la popa —dijo y se la alcanzó.
Dionisio la tomó y, dándole la espalda a su rival, se echó sobre
la popa. La red se fue extendiendo pesadamente en el mar. El
trabajo era lento y penoso. Dionisio, recostado sobre el borde,
pensaba en la costa que se hallaba muy lejos, en las barracas, en las fogatas, en las mujeres que se desperezaban, en la Prieta que rehacía sus trenzas... Todo aquello se hallaba lejos, muy lejos; era imposible llegar a nado...
—¿Ya está bien? —preguntó sin volverse, extendiendo más la red.
—Todavía no —replicó Janampa a sus espaldas.
Dionisio hundió los brazos en el mar hasta los codos y sin apartar
la mirada de la costa brumosa, dominado por una tristeza anónima que diríase no le pertenecía, quedó esperando resignadamente la
hora de la puñalada.


(París, 1954)

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